domingo, 10 de febrero de 2013

TESTIMONIO DE UN MILITANTE COMUNISTA Y HOMOSEXUAL

Confesiones de un militante homosexual y comunista. La izquierda rechazaba la libertad sexual. Hay una historia casi desconocida: en los 60, un grupo de homosexuales creó el primer grupo de defensa de sus derechos, que luego se convirtió en el Frente de Liberación Homosexual. El autor, afiliado también al PC, cuenta las múltiples discriminaciones que recibía.


En los años 60, yo militaba en grupos gremiales y políticos para los que la homosexualidad era despreciable. Una distorsión burguesa, según sus términos, como si la sexualidad entendiera de política.

Ser de izquierdas y gay no era fácil en aquella época. Mientras, los sectores conservadores nos consideraban doblemente subversivos: a su entender, no nos alcanzaba con destruir la estructura de clases, también íbamos contra la familia y el orden natural.

Fuimos muchos los “putos” que nos integramos a las luchas. Yo lo hice desde un lugar difícil, aunque original: el Partido Comunista, que amenazaba con centros de reeducación para los que nos excitábamos de una manera que ellos condenaban. Curioso, ahora pienso que esa misma mirada la defienden hoy algunos espacios de cristianos ortodoxos que llevan a sus “desviados” a terapias de curación.

¿Dónde estuvo el principio de la diferencia para mí? Nací con un soplo al corazón, tartamudeaba, era disléxico y, además, muy tímido. También era zurdo, y los maestros me obligaban a usar la mano derecha. Conclusión: vomitaba cada vez que iba a la escuela y mis padres, teniendo en cuenta que iba a morirme pronto por lo del soplo (según decían algunos cardiólogos), decidieron no mandarme más porque leer, ya sabía. Me transformé en lector voraz, así acallaba aquello que no debía ser dicho: yo me sentía distinto por todas esas cosas y por una más: siempre me habían atraído los varones.

Durante mucho tiempo el deseo tomaba fuerzas apenas hojeaba algunas revistas; antes que en cualquier otra cosa, mi mirada se detenía en las figuras masculinas. No había que decirlo.

El niño percibe que eso está mal y por eso calla. Recuerdo con dolor a mi maestro de cuarto grado que solía burlarse de mí. Me veía demasiado aniñado, amanerado, y eso le molestaba. La homofobia es implacable: no respeta ni a los niños.

En mi familia, el Correo era un destino. Mi padre estuvo empleado allí desde siempre; mis hermanos mayores, también. Éramos clase media baja, aunque mis padres nunca quisieron enterarse: eran ilustrados y de pensamiento progresista, votaban a los socialistas y cuando en el 46 llegó Perón, se convirtieron en antiperonistas y apoyaban a los radicales. Un clásico.

Uno de los pocos testimonios –de baja calidad técnica pero fuerte significado– de la militancia del FLH en los 70. En esta foto no está el autor, sí algunos de sus compañeros.
Siendo un adolescente fui elegido delegado sindical de FOECYT. Aterrado ante la posibilidad de hablar en las asambleas, empecé a asistir a un instituto de foniatría.

Un delegado tartamudo difícilmente logra captar voluntades. Puede parecer curioso, pero fue en las asambleas como empecé a conocer delegados sindicales gays, todos tan disimulados como yo. Ya no recuerdo cómo nos identificábamos. Detectaba algunas caras en las reuniones, veía coincidencia en los planteos, empezaba a hacer chistes que algunos festejaban y así me daba cuenta. La homosexualidad en esos años era un tabú absoluto del que nadie hablaba y, si se lo hacía, era en broma. Aunque nos hirieran, las bromas (que nosotros jamás hacíamos porque el humor entre los militantes era una materia pendiente) eran útiles, nos orientaban para saber de qué lado estaba cada uno y ante quiénes debíamos cuidarnos. Cuando la discreción es la norma y el secreto, una aventura, una mirada, un guiño, una sonrisa dicen más que el mejor de los volantes. La promesa del placer clandestino se juega en esos instantes robados al interés general. Sin embargo, poco pasábamos a los hechos; de tan reprimidos, los militantes gays éramos como hermanos incapaces de perpetrar el incesto.

Me afilié a la Federación Juvenil Comunista. Así empezó mi vida de “cuadro”, como se decía entonces: secretario del círculo de la FJC en el Correo y responsable sindical en algunos gremios (Bancario, Seguros, Comercio). Sin embargo, seguía siendo ingenuo y creía en el Partido, por eso tuve la ocurrencia de plantear por escrito, a la dirección de la FJC, un debate sobre la homosexualidad. El Partido no era el Vaticano, pero el dogma era su bandera y la propuesta resultaba tan pecaminosa para uno como para el otro. No se hablaba sobre homosexualidad, ni siquiera sobre sexo; hasta un aborto o un divorcio eran consultados con el responsable político de la célula. Me aislaron de toda actividad política y me pasaron al P.C. –con los adultos, no con los jóvenes: quizás haya sido “peligroso”– como si fuera una promoción. Amablemente, me enviaron a la consulta con un psiquiatra del Partido, un hombre encantador que no intentó que cambiara de tendencia sexual y que me alentó a tener relaciones, al tiempo que sostenía, convencido, que la Unión Soviética era en sí misma psicoterapéutica. Pero yo no me animaba. Digamos que no soy un gay “típico”, tuve muy pocas relaciones y, desde 1975, una única pareja, con Ricardo Lorenzo, con quien aún vivo.


Antes de él, fui de la represión a la depresión, como quien pasa de una letra a la otra. La primera me hizo caer en la segunda de manera preocupante.

Me internaron en el Hospital Vieytes, el manicomio.

La vida allí era el espanto que suelen mostrar las películas. De esa época atroz conservo dolorosos recuerdos: el médico haciendo su aparición como un falso sacerdote sagrado; los atardeceres de pastillas, los pacientes haciendo cola para recibirlas y tomarlas frente a una enfermera controladora; mi madre trayéndome algo caliente en un termo, y sobre todo el olor, un olor a humedad constante, a comida rancia, que lo impregnaba todo. Inconfundiblemente, así huele la locura en los hospitales. Pasé un mes sumergido en la pesadilla, atontado por los electroshocks que me dejaban inerme, vagando por los pasillos del extravío. Créase o no, me recuperé (de la depresión, no de la homosexualidad).

Cuando salí, entré a trabajar en la agencia de noticias soviética DAN. Su director, tan encantador como estalinista, me recibió cordialmente. Pronto me llamó para decirme que de haber sido informado de mi condición, no me habría contratado. Pensaba que los homosexuales éramos muy vulnerables al chantaje. ¿La seducción de los cuerpos podía más que las convicciones? A puertas cerradas, discutíamos sobre política, a veces terminaba diciendo: “Héctor, ya verás cómo al final, el Partido siempre tiene razón”. Pero no la tenía. Me había silenciado, aunque yo haría oír mi voz –y las de otros como yo– por otras vías.

A fines de 1967, un grupo de homosexuales proletarios nos habíamos reunido en un conventillo de Lomas de Zamora para hablar de los edictos que permitían que la policía nos detuviera –en la calle, en baños públicos, en parques– por el solo hecho de serlo. Cada detención suponía 21 días en la cárcel de Villa Devoto, y 28 si se iba vestido de mujer. A veces, al detenido lo obligaban a limpiar, a cebar mate e incluso a brindar algún servicio sexual de urgencia. Pero lo peor no era eso, sino la pérdida del trabajo, la humillación frente a las familias... A mí me detuvieron muchas veces, siempre por la actividad política. Siendo homosexual y militante de un partido proscripto, tenía que cuidarme el doble. Sin embargo, conocía el sufrimiento de quienes veían expuesta su condición por el ensañamiento de los policías, tan machos, ellos. Los peores eran los que iban de civil a los baños. Premeditadamente, buscaban el chantaje, incluso empezaban una relación, y después iban y saqueaban la casa. Los gays siempre fuimos víctimas muy fáciles.

Necesitábamos hacer algo. Así surgió el grupo Nuestro Mundo. Buscando los lugares más ocultos, varias veces nos reunimos en la casilla de un guadabarreras de Gerli. Siempre clandestinos, éramos invisibles como fantasmas en un caserón desierto. En un gesto de audacia, decidimos hacernos conocer a través de los medios. Una periodista de la revista Siete Días nos entrevistó perpleja, a tal punto que nos preguntó: “Pero, ¿ustedes están a favor o en contra de la homosexualidad?” Por esa pequeña nota sobre nuestra existencia, muchos gays nos pidieron que volviéramos al placard: temían una represión aún peor.

La lucha por el hambre. Una marcha convocada por el Partido Comunista en Buenos Aires a fines de la década del 60. Anabitarte, de pullover blanco, con una antorcha.
El escritor Juan José Hernández nos relacionó con otros escritores, periodistas, artistas. Por él conocimos al entrañable Pepe Bianco, que opinaba que lo que hacíamos era un disparate. Sin embargo, prestaba su casa para las reuniones y tradujo al castellano un texto de los Panteras Negras en donde reflexionaban sobre la injusticia de la discriminación hacia los gays.

Cobijados por las paredes del departamento de Blas Matamoro, asistimos a la fundación del Frente de Liberación Homosexual de la Argentina. Lo conformábamos Juan José Sebreli, Martín Bartolomé, Manuel Puig –que donó dólares para ayudar a los presos– y tres o cuatro personas más. Después se sumó Néstor Perlongher con su personalidad arrolladora, y editamos el periódico “Homosexuales”. Empezábamos a dar batalla a cara descubierta.

Antes de la noche del terror, conocimos una breve primavera con Cámpora de presidente. Conseguimos entrar al Congreso y distribuir nuestra publicación en todos los partidos. Queríamos instalar el tema en el ámbito político, por eso nos entrevistamos con los abogados defensores de Montoneros. Brillante respuesta nos dieron: “ No se preocupen, muchachos, los enviaremos a un campo de reeducación como en Cuba”.

Empujados por Perlongher, que pensaba que efectivamente se podía incorporar el movimiento homosexual a la juventud peronista, fuimos a Ezeiza a recibir a Perón. Llevábamos con timidez una pancarta que nos identificaba. Las columnas que venían adelante y atrás dejaron un espacio para no confundirse con nosotros, los putos. Vivíamos de marginación en marginación, pero algunos nos trataban amablemente, sin desprecio. A sus ojos, éramos enfermos, cuando tuviéramos otros intereses –explicaban– nos olvidaríamos de ser homosexuales. Otros grupos mostraban menos cordialidad: nos trataban de maricones de mierda, ya van a ver lo que les va a pasar.

Néstor se esforzaba para que los peronistas nos vieran como aliados. Grave error. Sebreli dio el portazo. Y el coronel Osinde empapeló la ciudad vinculando drogadictos, gays y Montoneros. Enseguida miles de miembros de la Juventud Peronista parecieron aliarse a este oscuro personaje y allí fue cuando empezaron a corear con entusiasmo “ No somos putos, no somos faloperos, somos soldados de Perón y Montoneros”. La ilusión de ser aceptados se desvanecía como el humo de las bombas que ellos arrojaban.


Pero la represión sí llegó para todos: en 1976 logré exiliarme en España.

No olvidé las viejas luchas, pero debo reconocer que los rostros de los peligros y de las discriminaciones empezaron a cambiar. Creo que el “maricón” ya no es visto como un peligro –no al menos como antes– sino que hay otros “feos, sucios y malos” que ponen en jaque la endeble solidez del sistema.



POR: Héctor Anabitarte Ciudadano Argentino, Reside En España Desde Su Exilio En 1976. CLARIN.COM
ARREGLOS FOTOGRÀFICOS: ALBERTO CARRERA


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