¿Puede la publicidad electoral ser analizada como documento político? Se
 puede argumentar mucho a favor de una respuesta negativa, especialmente
 porque la materia de la que está hecha no son los argumentos, ni los 
relatos ni la reflexión, sino la sugestión que logre producir a favor de
 determinada fórmula. Sin embargo, queda en pie que el producto que se 
intenta vender es político, por lo cual la forma está subordinada al 
objetivo de inducir una determinada conducta política. Además, ¿dónde 
está escrito que los documentos específicamente políticos manejan 
solamente recursos argumentativos racionales? Ninguna historia de 
partido político alguno habilitaría ese hiperracionalismo 
interpretativo. Puede aceptarse que la publicidad es un lenguaje 
específico y no se le puede exigir que se someta a cánones estilíticos 
ajenos a esa condición. No podrá, en ningún caso, ignorarse que el 
“lenguaje publicitario” termina constituyéndose socialmente en la manera
 concreta de hablar de un grupo de candidatos.
Vale, entonces, preguntarse por el contenido político de las actuales
 campañas publicitarias de los partidos políticos. Lo más interesante de
 ese contenido es, a nuestro juicio, la aparición de un conjunto de 
spots que discurren alrededor de la unidad y la división entre los 
argentinos. Está el spot de la parrilla que se vacía de chorizos, el 
número de cuyos consumidores parece reducirse de reunión en reunión, en 
la medida en que la política va dividiendo a los amigos. “En un país 
normal, la política une, no divide, llamalos”, dice la voz en off 
cerrando el obvio hilo argumental. Hay otro spot que va más allá, hasta 
imaginar dos países, Argen y Tina, enfrentados por el odio más cerril. 
Tiene variantes: en una de ellas dos mujeres intercambian “puntos de 
vista” sobre la inflación; el razonamiento de la que argumenta “en 
contra” de la inflación es “en Tina con seis pesos nos hacemos una 
fiesta”, con lo que el problema parece desplazarse de la existencia de 
dos países al hecho de que uno de ellos ha entrado en estado de locura. 
Stolbizer y Alfonsín dicen después que vienen a “unir a los argentinos”.
 Ecos de ese deseo obsesivo de unidad aparecen también en la consigna 
“Juntos podemos” que curiosamente unió en estos días a la derecha 
macrista con un sector de la izquierda. Es decir, de lo que se habla es 
de la unidad nacional.
Claramente, el diagnóstico que presenta la publicidad es que el país
 está desunido y que esa es la causa de todas las desgracias. No se 
dice, pero enfáticamente se sugiere, que el culpable de la división es 
el Gobierno y se remata con que serán los candidatos publicitados los 
que restablezcan la perdida unidad. La unidad nacional es uno de los 
problemas centrales de la historia política moderna; los últimos cinco 
siglos de debate teórico giran en torno de ese problema. ¿Cómo pueden 
instalarse estados nacionales únicos en territorios poblados de 
antagonismos étnicos, territoriales, religiosos y sociales? Ese parece 
ser uno de los enigmas fundamentales. Con el fenómeno de la 
globalización, el problema ha adquirido un giro aún más dramático y ha 
puesto en cuestión la viabilidad de los estados nacionales en un mundo 
“desterritorializado” por las múltiples redes –centralmente las 
financieras– que lo atraviesan y lo convierten en una unidad global.
Siempre la unidad nacional es una unidad precaria y relativa: ni los
 más duros regímenes autoritarios se han propuesto la imposible tarea de
 destruir la pluralidad; siempre han trabajado más bien por someter esa 
pluralidad a su propio poder. El signo de la unidad es variable: hay 
unidades nacionales posdictatoriales y posbélicas, las hay pactadas y de
 hecho, las hay más estables y más inestables. Argentina vive hace tres 
décadas en el régimen democrático, lo que supone un pacto 
nacional-constitucional y social para dirimir sus diferencias en los 
marcos jurídicos preestablecidos. Es un pacto que ha sobrevivido las 
tensiones más radicales, cuando hace doce años el país vivió el 
dramático pasaje del derrumbe social más profundo de su historia. Dentro
 del ciclo de unidad nacional en democracia abierto en 1983, se abrió en
 los años del descalabro un capítulo específico de la unidad nacional 
argentina, el capítulo kirchnerista.
En cada etapa concreta, la unidad nacional adopta una forma 
específica. Esta forma no surge de un acuerdo general espontáneo sino 
que es una decisión hegemónica. Cuando se trata de pensar esta unidad 
nacional que estamos transitando es aconsejable remitirnos a sus 
orígenes, a cuáles fueron las condiciones en las que se gestó y de qué 
forma se respondió a esas condiciones. Allá por marzo de 2002 se conoció
 en la Argentina la propuesta de Rudiger Dornbusch (economista ortodoxo 
estadounidense fallecido poco tiempo después) y Roberto Caballero 
(chileno) para enfrentar la crisis argentina. Según Clarín del 3 de 
marzo de ese año, la propuesta consistía “en una virtual intervención 
externa sobre el gobierno argentino: al menos sobre las palancas de la 
política fiscal, monetaria y la administración de impuestos”. No era, 
como pudiera pensarse hoy, un planteo marginal y algo delirante, sino 
una expresión (acaso particularmente radical) del estado de opinión 
predominante entre los poderes fácticos que buscaban equilibrar en algún
 punto la desmadrada situación argentina. Fue el tiempo del default 
externo y de la disolución interna de la moneda –arrinconada por 
papelitos con valor oficial que se imprimían desde diferentes 
provincias– y de la confianza política. De ese estado de cosas hay que 
hacerse cargo para explicar el ciclo político que entonces comenzó. Un 
ciclo político al que se le pueden criticar muchas cosas, pero no el no 
haber recuperado los instrumentos básicos de la autonomía nacional.
Resulta entonces que la apelación nostálgica a la unidad nacional 
perdida lleva a los orígenes de la experiencia que estamos viviendo por 
caminos mucho más fructíferos que las apelaciones morales contra las 
divisiones. En 2003 se gestó una fórmula concreta de unidad nacional. Ya
 llevamos una década entera viviendo, unidos, bajo esa fórmula. Es bueno
 dirigir hacia allí la mirada, porque es lo que está en discusión y es 
lo que seguramente aleja a algunos comensales de algunas parrillas. Esta
 fórmula tiene un principio central muy simple y muy claro: el Gobierno 
gobierna. Depositario como es de la voluntad soberana del pueblo, 
expresada en las mayorías requeridas por la Constitución, el Gobierno no
 tiene el derecho de gobernar sino la obligación democrática de hacerlo.
 ¿Eso elimina el sistema de pesos y contrapesos que predica el 
liberalismo? No, no lo elimina. Simplemente pone el peso del Gobierno en
 la balanza y lo hace sentir. Este punto es la principal ruptura de la 
experiencia kirchnerista con el resto de la experiencia democrática de 
estas tres décadas: la extendida autonomía relativa del gobierno 
político respecto de los círculos fácticamente poderosos de la 
Argentina. Otro rasgo saliente de la fórmula es un notorio giro en la 
manera de interpretar la ya célebre “gobernabilidad”: desde el incendio 
de fines de 2001 empezó a quedar claro que los equilibrios de la 
Argentina gobernable no podían ser sostenidos en los inéditos índices de
 pobreza y marginación entonces alcanzados. La clave de la 
gobernabilidad dejó de ser el “riesgo país” dictaminado por terapeutas 
que eran parte de la enfermedad argentina y pasó a ser el nivel de 
empleo y de recuperación de ingresos por los sectores más vulnerables. Y
 ese giro tenía que ser acompañado por un brusco cambio de lugar del 
Estado en el conflicto social argentino: un giro comprometido con la 
redistribución del ingreso y la apuesta a un nivel de 
reindustrialización de la economía argentina. La política de memoria, 
verdad y justicia actuó como un garante ético de la unidad nacional y el
 relacionamiento internacional regionalmente dirigido del país fue 
desarrollándose como su reaseguro estratégico en tiempos mundiales 
crecientemente convulsionados.
Esta unidad nacional es conflictiva. En rigor no hay unidad nacional
 que no lo sea; lo fue también el menemismo, cuya fórmula excluyente fue
 la readaptación radical del país a los vientos neoliberales. Solamente 
que el conflicto de entonces (los trabajadores despedidos, la economía 
desnacionalizada, la producción acorralada) no tenía la voz social 
suficientemente potente para hacerse oír. Quienes hoy se sienten 
perjudicados disponen de enormes recursos de comunicación e influencia 
social y cultural y los hacen valer, lo que es claramente legítimo y 
democrático. No existe el “contrapeso” liberal de la acción policial 
contra la protesta, como lo vemos a diario en las muy liberales 
democracias europeas. Aquí hay movilizaciones callejeras muy importantes
 de la oposición sin la más mínima molestia y hay diarios y cadenas 
noticiosas trabajando 24 horas al día para emponzoñar el clima social; 
ejercen, a su manera, la libertad de expresión. Claro, hay también mucha
 actividad del gobierno y de quienes lo apoyan para defender esta 
fórmula de unidad nacional (y esa actitud movilizadora es otro de los 
rasgos importantes de la propia fórmula). La pregunta por la unidad 
nacional interpela también a la propia fuerza de gobierno y a su 
capacidad de autorrecreación en condiciones cambiantes y de creciente 
exigencia.
La unidad nacional está críticamente planteada en la campaña 
electoral. Por ahora más en la forma de una queja o una vaga nostalgia 
por un ayer que nunca existió que como propuesta política novedosa. 
Todavía no apareció ningún spot capaz de explicar cómo puede construirse
 la nueva unidad nacional desde uno de los bandos en los que hoy se 
reconoce dividida. Allí es donde la “noble bandera” de la unidad 
nacional debe reconocer su esencia diabólica, irreductible a la virtud 
moral, es decir su naturaleza irrevocablemente política.
 POR: Edgardo Mocca - PAGINA12.COM.AR
FOTOGRAFÌA: WEB
ARREGLOS: ALBERTO CARRERA
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ARREGLOS: ALBERTO CARRERA

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