En el contexto de la disputa económica, política y, ante todo, cultural que rodea, en este caso, ya no la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual en vigencia desde hace tres años, sino su artículo 161 llamado “de adecuación”, quienes se oponen a esta conquista de la democracia denuncian que detrás de este se halla un intento de censurar y atentar contra la libertad de expresión. Poco importa que la ley en su totalidad no haga referencia alguna a contenidos o si la Corte Suprema, en el fallo que pone límite a la cautelar del Grupo Clarín, afirma que las posibilidades de expresarse con libertad están plenamente garantizadas. Lo que se busca es poner en tela de juicio una ley que tiene plena vigencia con los mismos argumentos que se utilizaron antes de su sanción. Esto se exacerba aún más en el marco de la cercanía del “7D” independientemente de la discusión jurídica y la interpretación de qué va a suceder ese día. Pero las posiciones se van radicalizando y el grupo hegemónico entiende que los tiempos se acortan.
En este sentido, son cada vez más frecuentes, aunque también fugaces, las puestas en escena en las que se intenta instalar que hay persecución y censura a periodistas. Se lo viene haciendo desde hace meses desde Canal 13 y la última semana el protagonista fue Eduardo Feinmann que utilizó Radio Mitre para afirmar que habían censurado uno de sus programas en C5N por haberle dicho “maricón de cuarta” a un funcionario público y por pretender llevar de entrevistada a una mujer que denunciaba a dicho funcionario. Seis horas después, en el mismo canal al que acusó de censura, realizó su programa diario y mantuvo en vilo a toda su audiencia anunciando, durante una hora, que contaría “toda la verdad”. Sin embargo, allí, el conductor de Radio 10 aclaró que se trató de una “desprolijidad” de “dos inútiles gerentes de noticias” que no le habían avisado con tiempo del levantamiento circunstancial y sólo por un lunes, de su programa nocturno. Además dejó bien en claro que no había habido ningún tipo de presión gubernamental. La anécdota de Feinmann es sólo un ejemplo ilustrativo para analizar cierta ligereza y mal uso de algunos términos. En este caso particular, me centraré en el modo en que se toma la idea de censura y para ello me serviré del ya “clásico” concepto de “censura democrática” de Ignacio Ramonet para derivar de allí algunas conclusiones que puedan aplicarse no sólo a nuestro país.
Según Ramonet, una sociedad democrática con una ciudadanía que goza de todas las libertades y un Estado de derecho que funciona plenamente, no es incompatible con ciertas formas de censura. Tal sorprendente afirmación lleva naturalmente a interrogarse sobre el significado que Ramonet le da a “censura” pues esta siempre estuvo asociada a gobiernos más o menos autoritarios o totalitarios. Lo que hace, entonces, este español afincado en Francia, profesor de Teoría de la Comunicación y director durante casi 20 años de Le Monde Diplomatique, es redefinir la censura a la luz de la nueva configuración de las sociedades occidentales. Esto significa que ya no se la puede entender como el ejercicio de amputación, obstrucción y discriminación de una determinada información en manos de un aparato estatal encargado de controlar lo que debe y lo que puede decirse. Pero entonces ¿qué tipo de censura es la que las repúblicas liberales pueden padecer? La “censura democrática”, esto es, un tipo de censura que actúa por sobreinformación y por abundancia. Esta forma de censurar, entonces, resulta la consecuencia paradójica de un modelo de sociedad en el que los canales de información se han multiplicado sin lograr que la ciudadanía esté más informada. Dicho en palabras de Ramonet, la cantidad salvaje de estímulos comunicacionales genera una información que acaba ocultando la información relevante, generando una suerte de matrix o caverna platónica en las que los consumidores ingenuamente creen ser testigos de la realidad.
Esto muestra que ya no hace falta censurar en el sentido clásico de “recorte”. Todo lo contrario: en un contexto donde la información fluye vertiginosamente la mejor censura es la de la sobreabundancia, aquella que no permita discriminar entre lo superficial y lo importante. En esta línea, que existan canales de televisión abocados exclusivamente a noticias o que las radios tengan un informativo cada 30 minutos no supone ganar diversidad ni sentido crítico sino sólo repetición.
Ahora bien, la pregunta sería: ¿esta nueva forma de censura propia del fenómeno de globalización comunicacional que lleva algunas pocas décadas redunda en un cambio en quien censura? Dicho más fácil: ¿la censura democrática la aplican los mismos que aplicaban la censura clásica? Ramonet no es del todo explícito en este sentido pero naturalmente se sigue de sus principales preceptos una respuesta clara: no. Y este es el punto central que muchas veces suele ser dejado de lado y se vincula con aquel elemento que desde este espacio hemos transitado con asiduidad: el modo en que el poder ha migrado de los Estados nacionales a las corporaciones económicas. ¿Quién censuraba en una dictadura militar? Más allá de la complicidad civil, la censura era ejercida y sostenida desde el gobierno de facto. ¿Quién realiza hoy la censura democrática? ¿Un Estado? Evidentemente no porque los medios están en manos privadas y en buena parte del mundo están concentrados en muy pocos megagrupos. Así, aun cuando lo desease, no hay Estado en el mundo capaz de tener éxito en el control sobre un flujo informativo que es utilizado como principal arma de los pulpos mediáticos que operan políticamente y condicionan a los gobiernos democráticos de turno.
En esta línea, si bien, claro está, puede haber gobiernos elegidos democráticamente que pretendan censurar a la vieja usanza, el principal peligro en sociedades como las latinoamericanas está en los capitales privados propietarios de la mayoría de las licencias y los canales de información. Son ellos los que van a determinar qué se puede decir y que no, sin necesidad de acudir al recorte explícito, maniobra fácilmente desmontable que los expondría a una pérdida de legitimidad y a una ruptura del contrato tácito con el consumidor. Más bien, con otro tipo de sutileza, amplificarán desde su red de repetidoras solapadas, la agenda funcional a sus propios intereses.
Por ello, hay que adecuar las categorías a las nuevas configuraciones. El poder ya no está en los Estados y es necesario repetirlo pues hay quienes parece que no quieren aceptarlo, especialmente aquellos periodistas que se sienten cómodos con aquel punto de vista anacrónico que los pondera como héroes de un contrapoder que se ejercería frente a gobiernos que se autonomizan de la voluntad del pueblo. Hoy la actividad del periodista como contrapoder ya no se realiza contra un otro o una esfera ajena como la gubernamental/estatal, sino que debe ejercerse contra la propia corporación que es la que le paga el sueldo. Por ello ser periodista es tan difícil, porque en su naturaleza está denunciar al poder pero el poder está hoy en su empleador. Es más, muchas veces, un periodista debería denunciar no sólo al empresario dueño del multimedio para el que trabaja sino a colegas que ocupan puestos jerárquicos y se han alejado completamente del ejercicio de la profesión para transformarse en amanuenses o propios interesados. Es por esto que, para concluir, cabe indicar que hoy en día, en repúblicas democráticas y liberales como la nuestra, el principal enemigo de la información no es el Estado o el gobierno de turno: son las corporaciones de medios y muchos de sus periodistas. Es esto lo que da lugar a la necesidad de reflexionar sobre algunas de las categorías del pasado y a indicar, en este caso, no sólo que la censura actual no es la misma que la de ayer sino que también son otros los sujetos que la aplican.
Por ello, hay que adecuar las categorías a las nuevas configuraciones. El poder ya no está en los Estados y es necesario repetirlo pues hay quienes parece que no quieren aceptarlo, especialmente aquellos periodistas que se sienten cómodos con aquel punto de vista anacrónico que los pondera como héroes de un contrapoder que se ejercería frente a gobiernos que se autonomizan de la voluntad del pueblo. Hoy la actividad del periodista como contrapoder ya no se realiza contra un otro o una esfera ajena como la gubernamental/estatal, sino que debe ejercerse contra la propia corporación que es la que le paga el sueldo. Por ello ser periodista es tan difícil, porque en su naturaleza está denunciar al poder pero el poder está hoy en su empleador. Es más, muchas veces, un periodista debería denunciar no sólo al empresario dueño del multimedio para el que trabaja sino a colegas que ocupan puestos jerárquicos y se han alejado completamente del ejercicio de la profesión para transformarse en amanuenses o propios interesados. Es por esto que, para concluir, cabe indicar que hoy en día, en repúblicas democráticas y liberales como la nuestra, el principal enemigo de la información no es el Estado o el gobierno de turno: son las corporaciones de medios y muchos de sus periodistas. Es esto lo que da lugar a la necesidad de reflexionar sobre algunas de las categorías del pasado y a indicar, en este caso, no sólo que la censura actual no es la misma que la de ayer sino que también son otros los sujetos que la aplican.
POR: Dante Augusto Palma. INFONEWS.COM
ARREGLOS FOTOGRÀFICOS: ALBERTO CARRERA
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