Nadie puede negar que la fiesta del Orgullo atrae a muchos visitantes y muchos euros. Hace caja. Por eso no se entiende la polémica del ruido y la fracasada parafernalia de los auriculares para escuchar la música. Esta celebración ha hecho tanto por ese barrio y por Madrid que bien se puede soportar un rato de jolgorio una vez al año. Y además jamás me he tropezado con nadie que se queje, más bien todo lo contrario, los madrileños siempre están deseando lanzarse a la calle para divertirse. Y a los que no les gusta no les molesta que lo pasen bien otros. Las verbenas y fiestas populares de San Isidro, San Antonio de la Florida, la Paloma... han resurgido para, precisamente, hacer pueblo, calle, tradición. Necesitamos olvidarnos juntos de los problemas y reconocernos en lo básico.
Porque todo el mundo tiene ganas de dejar de ser formal y de desmadrarse. Qué liberación dejar de ver el cuerpo propio y ajeno como algo serio y solemne como si estuviésemos mirando un retablo. ¿Por qué no divertirse con él poniéndose en los pies unas plataformas de medio metro, volantes y plumas? ¿Por qué no echarle narices y pasearse por la calle en tanga independientemente de la caída de los glúteos? Es algo que va más allá del sexo y que tiene que ver con exponerse, con curarse de una vez por todas del pudor y del miedo a uno mismo y a los demás. Es perder susceptibilidad y ganar en comprensión.
Tampoco se entienden las quejas por la acampada de Sol del 15-M. Se hizo circular hasta la saciedad que la plaza estaba dando una mala imagen de España en el extranjero. Ya sabemos cómo está la imagen de nuestro país por ahí fuera. Precisamente en esos días viajé por varios países europeos y de lo único que se hablaba con admiración era de lo que ocurría en la Puerta del Sol. El 15-M también se ha convertido en una buena marca, envuelta en frescura, indignación, atrevimiento y frases ingeniosas. Una de mis preferidas es: "el secreto está en la masa". En cuanto a los comerciantes que bordean la plaza, y a quienes se les atribuyen mil quejas, seguramente nunca habrán vendido tantas botellas de agua, ni bebidas, ni comida, ni lotería (a un indignado acampado le tocó). Cuanta más gente, más posibilidades de vender.
Y ahora, para desengrasar, tenemos la visita de Benedicto XVI, el papa. ¿Otra vez? Da la impresión de que no sale de la piel de toro. Viene tanto que ya no es noticia, y si no es noticia y no nos proyecta hacia las dimensiones siderales del consumo católico, ¿de qué sirve el dineral que nos cuesta Su Santidad? Para el que no pueda pasarse sin verle, Roma está aquí al lado. De paso podrá disfrutar de una de las ciudades más hermosas y alegres del mundo.
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