Los discursos de Cristina y el cerco mediático.
CRISTINA FERNÀNDEZ DE KIRCHNER CRITICADA Y SEÑALADA POR EL ESTABLISHMENT MEDIÀTICO |
Impactado por la falaz cobertura que los grandes medios de comunicación hicieron del discurso del 1 de marzo último, cuando Cristina Fernández desplegó una extensa y medular pieza oratoria sobre el estado de la Nación con el que se abren, en nuestra vida democrática, las sesiones ordinarias del Congreso, escribí un artículo en el que me preguntaba por la importancia de esas intervenciones públicas y por la exigencia y densidad que la propia Presidenta ponía, y sigue poniendo, en cada uno de sus discursos. Y hoy, cuando reaparece la polémica por el uso de la cadena nacional, me parece oportuno volver sobre algunas de esas reflexiones para seguir insistiendo sobre la dimensión política de lo que se pone en juego incluso allí donde los denostadores del uso de esa cadena por parte del Poder Ejecutivo suelen colocarse en el supuesto lugar “de la gente” que ve invadida su “privacidad en los horarios centrales cuando lo que quiere es distraerse y no ocuparse y preocuparse por los arduos problemas del país”.
Discurriendo sobre la problemática comunicacional y tratando de analizar los profundos cambios que se vienen sucediendo en la sociedad contemporánea como resultado de las innovaciones tecnológicas y los nuevos dispositivos audiovisuales, recurrí a un libro que, por aquellos días, me pareció más que interesante porque se sumergía de lleno en algunas de esas consecuencias. En El ojo absoluto –el libro en cuestión– el crítico y psicoanalista francés Gérard Wajman recorre con indisimulada obsesividad el proceso de ampliación de lo que él denomina la época de la imagen como un estadio de la sociedad en el que la palabra ha sido definitivamente desplazada por una mirada omniabarcativa. “Nos miran. Es un rasgo de esta época. El rasgo. Somos mirados todo el tiempo, por todas partes, bajo todas las costuras. No, como antaño, por Dios en la cumbre del cielo o, como mañana, por monigotes verdes desde las estrellas; nos miran aquí y ahora, hay ojos por todos lados, de todo tipo, extensiones maquínicas del ojo, prótesis de la mirada. Y en definitiva, siempre hay en algún lado alguien que supuestamente ve lo que ven esos ojos” (G. Wajman). Nada parece quedar fuera de la visión panóptica, todo busca ser absorbido por la infinita proliferación de cámaras-ojos que, desde el complejo satélite que orbita el planeta y es capaz de revelar el mapa terrestre en sus más insignificantes detalles hasta la cámara de la propia computadora que estamos utilizando y que nos mira mientras la miramos. Perspectiva algo paranoica que, sin embargo, nos muestra de qué manera se va produciendo el sistemático desplazamiento de la palabra por la imagen, un desplazamiento que tiene vastas consecuencias allí donde aspira a la transparencia absoluta, a ese ojo universal que todo lo ve y todo lo muestra eliminando la opacidad y la ambigüedad para darle forma a la utopía de una sociedad en la que nada permanece secreto ni sin ser observado.
Utopía de la simplicidad radical en la que sobran las palabras que hacen discurso y que se detienen en la complejidad de la existencia y de la trama vital y abigarrada de cualquier sociedad. Sujetos cansados de pensar por sí mismos son conquistados por la ilusión de máquinas visuales que trabajan con lo inmediato y en tiempo real sin dobleces ni sombras que oculten lo que acontece. El efecto es inmenso y brutal. Quizás estemos atravesando el último recodo de una cultura en la que la argumentación, la escritura que se interna por pasadizos complejos y la exigencia que surge de descripciones que no renuncian a ofrecer perspectivas en las que palabra, imagen, escritura e intervención discursiva constituyen no sólo un modo indispensable de dar cuenta de lo real eludiendo la simplificación banal sino que apelan a la inteligencia crítica de un sujeto capaz, todavía, de interactuar con esa lógica de la argumentación. Cuando sólo queda la imagen en bruto ya poco y nada queda para decir y para hacer. Queda la pasividad de individuos masificados y anestesiados. Tal vez esa sea la panacea del capital-liberalismo: una sociedad sin conflictos, sin pliegues, sin divergencias, sin argumentaciones, sin palabras capaces de subvertir la hegemonía absoluta del mercado global que se recuesta, como resulta cada vez más evidente, en la imagen global.
Nada más antagónico a este clima de época capturado por la fantasía cada vez más realista del “ojo absoluto” que ejercer el acto anacrónico de ofrecerle a la sociedad un discurso extenso, surcado de cifras y atravesado por sutilezas conceptuales que apelan a la atención del ciudadano y que convocan a una complicidad compartida a la hora de eludir la tentación de lo fácil e impactante. Cuando escribí, en este mismo espacio, y en más de una oportunidad, destacando la reconstrucción del lenguaje político y de su capacidad para interpelar con nueva potencia a una sociedad fuertemente despolitizada, lo hacía pensando en el giro que la irrupción, en gran medida inesperada y fortuita, del kirchnerismo provocó en un país que había visto de qué manera se vaciaba la política, se reducía a polvo cualquier argumentación crítica y se amplificaba, como nunca antes, la banalización de absolutamente todo apuntalada por la espectacularización mediática. La contracara de ese reduccionismo pueril que subestima al público ofreciéndole una papilla de fácil y rápida digestión, es el discurso de Cristina Fernández, un discurso capaz de entrelazar los datos duros de la macro o la microeconomía con la descripción histórica, el giro irónico que desnuda ciertas actitudes de algunos políticos opositores junto con una aguda reflexión sobre la compleja trama del escenario mundial y de los desafíos con los que se enfrenta el país. Un discurso que recupera el aliento de una narración interpeladora que sabe reconocer que siempre hay un otro al que es indispensable respetar en su inteligencia.
¿Qué les pasará a algunos caceroleros porteños que, ante el desafío de un discurso que respeta la inteligencia del otro, salen a la calle a expresar histéricamente su indignación ante una exigencia tan desmesurada como lo es, en el día de la industria, intentar dar cuenta del estado de las cosas? ¿Qué les molesta de esas intervenciones: que logre romper el cerco mediático, que apele a un espectador activo y reflexivo, que no subestime a la sociedad a la que se dirige o que provenga de alguien con una gran cualidad oratoria, expresiva y argumentativa? ¿Prefieren, acaso, el silencio y el secreto del poder? ¿Se sienten horrorizados porque el odiado populismo ha generado un cuadro político de gran estatura que, incluso, les resulta difícil seguirlo en su agudeza discursiva?
Nunca está de más recordar que uno de los instrumentos centrales para garantizar la hegemonía neoliberal han sido los medios de comunicación concentrados. Su papel ha sido, y lo sigue siendo, decisivo a la hora de darle forma a un modelo de construcción de opinión pública y de sentido común que se correspondan con los objetivos del establishment y del poder económico-corporativo. La expansión del capital liberalismo se hizo no sólo bajo las pautas draconianas de las mutaciones económicas y los cambios en las legislaciones sino que, también y fundamentalmente, se pudo hacer utilizando la potencia de la máquina mediática, una potencia capaz de apuntalar desde la dimensión cultural-simbólica las transformaciones estructurales de una sociedad que vio de qué manera también se modificaban las pautas políticas, institucionales y, en especial, aquellas que buscaban definir nuevas formas de subjetividad y un nuevo relato articulador del giro neoliberal. Los grandes medios de comunicación estuvieron a la vanguardia de una época absolutamente dominada por la mercadolatría y la horadación de cualquier tradición política inclinada a la reivindicación de un proyecto popular-democrático.
Cuando los vientos comenzaron a cambiar en Sudamérica lo que inmediatamente se constituyó en el eje de la oposición no fueron las fuerzas políticas tradicionales sino las grandes empresas comunicacionales. Fueron ellos, los medios hegemónicos, portadores de una maquinaria poderosa desplegada hacia cada rincón de la vida social, los que se encargaron de tomar la ofensiva sistemática contra los gobiernos populares y lo hicieron movilizando toda su capacidad económica y tecnológica sabiendo, como sabían, que ellos jugarían un papel indelegable a la hora de generar una opinión pública opositora sostenida sobre un relato basado en el avance, en nuestro continente, de fuerzas políticas autoritarias, populistas, demagógicas y corruptas. Fueron, y lo siguen siendo, la vanguardia de choque del establishment neoliberal y siguen, en la mayoría de los casos, dominando ampliamente la escena comunicacional. Las experiencias regresivas y golpistas de Honduras y Paraguay están allí para mostrar, con elocuencia indisimulable, el papel y la responsabilidad central de las grandes empresas periodísticas en el apuntalamiento de las nuevas formas de neogolpismo. Tanto Zelaya como Lugo, del mismo modo que les ocurrió pero con distinta suerte, a Lula, Chávez, Correa, Evo y los Kirchner, sufrieron el hostigamiento sistemático de esos grandes medios que, por lo general, suelen ocupar la mayor parte del espectro comunicacional. Su poder de fuego es enorme y su capacidad para invisibilizar la realidad de sus sociedades es equivalente a ese poder. De ahí la necesidad de encontrar mecanismos para sortear esas barreras mediáticas habilitando canales de comunicación que logren, al menos, dos cosas: hacer visible lo que ocurre y valorizar la figura de quien, elegido por el voto popular, dirige democráticamente los destinos del país.
Contra esa hegemonía muy difícil de quebrar es que los distintos gobiernos populares de Sudamérica han utilizado estrategias comunicacionales para romper el cerco y ofrecer a las poblaciones un relato de la realidad permanentemente bloqueado por las grandes cadenas mediáticas. Chávez, Lula, Evo, Correa, Mujica y, en nuestro país, Cristina se han visto obligados a construir otros canales de comunicación sin los cuales se vuelve muy difícil sostener las políticas de cambio. Cristina eligió usar la cadena nacional como respuesta a la asfixia informativa y a las recurrentes falsedades con las que los medios concentrados bombardean sistemáticamente a la sociedad. Usar la cadena nacional es un modo de romper ese cerco y de explicitar lo que viene haciendo el Gobierno y constituye una clara y contundente decisión política que de ningún modo es atentatoria de derechos ni de libertades públicas. Es, nada más y nada menos, que avanzar con la palabra presidencial sorteando el feroz mecanismo de invisibilización desplegado por la corporación mediática. Pero también supone, una vez más, respetar la inteligencia y la madurez de una parte mayoritaria de la población que tiene derecho a conocer la compleja realidad y sus múltiples facetas. Por eso en los discursos de Cristina no hay simplificaciones, resoluciones fáciles de los problemas ni ocultamientos de la coyuntura nacional e internacional. El de la cadena nacional, y eso la oposición lo sabe y le preocupa, es otro de los instrumentos eficaces que utiliza el kirchnerismo para escaparle al abrazo de oso de la monopolización informativa. Lo mismo han hecho y siguen haciendo otros gobiernos populares de un continente que sigue buscando su mejor historia y que busca concretar sus ideales emancipadores.
Discurriendo sobre la problemática comunicacional y tratando de analizar los profundos cambios que se vienen sucediendo en la sociedad contemporánea como resultado de las innovaciones tecnológicas y los nuevos dispositivos audiovisuales, recurrí a un libro que, por aquellos días, me pareció más que interesante porque se sumergía de lleno en algunas de esas consecuencias. En El ojo absoluto –el libro en cuestión– el crítico y psicoanalista francés Gérard Wajman recorre con indisimulada obsesividad el proceso de ampliación de lo que él denomina la época de la imagen como un estadio de la sociedad en el que la palabra ha sido definitivamente desplazada por una mirada omniabarcativa. “Nos miran. Es un rasgo de esta época. El rasgo. Somos mirados todo el tiempo, por todas partes, bajo todas las costuras. No, como antaño, por Dios en la cumbre del cielo o, como mañana, por monigotes verdes desde las estrellas; nos miran aquí y ahora, hay ojos por todos lados, de todo tipo, extensiones maquínicas del ojo, prótesis de la mirada. Y en definitiva, siempre hay en algún lado alguien que supuestamente ve lo que ven esos ojos” (G. Wajman). Nada parece quedar fuera de la visión panóptica, todo busca ser absorbido por la infinita proliferación de cámaras-ojos que, desde el complejo satélite que orbita el planeta y es capaz de revelar el mapa terrestre en sus más insignificantes detalles hasta la cámara de la propia computadora que estamos utilizando y que nos mira mientras la miramos. Perspectiva algo paranoica que, sin embargo, nos muestra de qué manera se va produciendo el sistemático desplazamiento de la palabra por la imagen, un desplazamiento que tiene vastas consecuencias allí donde aspira a la transparencia absoluta, a ese ojo universal que todo lo ve y todo lo muestra eliminando la opacidad y la ambigüedad para darle forma a la utopía de una sociedad en la que nada permanece secreto ni sin ser observado.
Utopía de la simplicidad radical en la que sobran las palabras que hacen discurso y que se detienen en la complejidad de la existencia y de la trama vital y abigarrada de cualquier sociedad. Sujetos cansados de pensar por sí mismos son conquistados por la ilusión de máquinas visuales que trabajan con lo inmediato y en tiempo real sin dobleces ni sombras que oculten lo que acontece. El efecto es inmenso y brutal. Quizás estemos atravesando el último recodo de una cultura en la que la argumentación, la escritura que se interna por pasadizos complejos y la exigencia que surge de descripciones que no renuncian a ofrecer perspectivas en las que palabra, imagen, escritura e intervención discursiva constituyen no sólo un modo indispensable de dar cuenta de lo real eludiendo la simplificación banal sino que apelan a la inteligencia crítica de un sujeto capaz, todavía, de interactuar con esa lógica de la argumentación. Cuando sólo queda la imagen en bruto ya poco y nada queda para decir y para hacer. Queda la pasividad de individuos masificados y anestesiados. Tal vez esa sea la panacea del capital-liberalismo: una sociedad sin conflictos, sin pliegues, sin divergencias, sin argumentaciones, sin palabras capaces de subvertir la hegemonía absoluta del mercado global que se recuesta, como resulta cada vez más evidente, en la imagen global.
Nada más antagónico a este clima de época capturado por la fantasía cada vez más realista del “ojo absoluto” que ejercer el acto anacrónico de ofrecerle a la sociedad un discurso extenso, surcado de cifras y atravesado por sutilezas conceptuales que apelan a la atención del ciudadano y que convocan a una complicidad compartida a la hora de eludir la tentación de lo fácil e impactante. Cuando escribí, en este mismo espacio, y en más de una oportunidad, destacando la reconstrucción del lenguaje político y de su capacidad para interpelar con nueva potencia a una sociedad fuertemente despolitizada, lo hacía pensando en el giro que la irrupción, en gran medida inesperada y fortuita, del kirchnerismo provocó en un país que había visto de qué manera se vaciaba la política, se reducía a polvo cualquier argumentación crítica y se amplificaba, como nunca antes, la banalización de absolutamente todo apuntalada por la espectacularización mediática. La contracara de ese reduccionismo pueril que subestima al público ofreciéndole una papilla de fácil y rápida digestión, es el discurso de Cristina Fernández, un discurso capaz de entrelazar los datos duros de la macro o la microeconomía con la descripción histórica, el giro irónico que desnuda ciertas actitudes de algunos políticos opositores junto con una aguda reflexión sobre la compleja trama del escenario mundial y de los desafíos con los que se enfrenta el país. Un discurso que recupera el aliento de una narración interpeladora que sabe reconocer que siempre hay un otro al que es indispensable respetar en su inteligencia.
¿Qué les pasará a algunos caceroleros porteños que, ante el desafío de un discurso que respeta la inteligencia del otro, salen a la calle a expresar histéricamente su indignación ante una exigencia tan desmesurada como lo es, en el día de la industria, intentar dar cuenta del estado de las cosas? ¿Qué les molesta de esas intervenciones: que logre romper el cerco mediático, que apele a un espectador activo y reflexivo, que no subestime a la sociedad a la que se dirige o que provenga de alguien con una gran cualidad oratoria, expresiva y argumentativa? ¿Prefieren, acaso, el silencio y el secreto del poder? ¿Se sienten horrorizados porque el odiado populismo ha generado un cuadro político de gran estatura que, incluso, les resulta difícil seguirlo en su agudeza discursiva?
Nunca está de más recordar que uno de los instrumentos centrales para garantizar la hegemonía neoliberal han sido los medios de comunicación concentrados. Su papel ha sido, y lo sigue siendo, decisivo a la hora de darle forma a un modelo de construcción de opinión pública y de sentido común que se correspondan con los objetivos del establishment y del poder económico-corporativo. La expansión del capital liberalismo se hizo no sólo bajo las pautas draconianas de las mutaciones económicas y los cambios en las legislaciones sino que, también y fundamentalmente, se pudo hacer utilizando la potencia de la máquina mediática, una potencia capaz de apuntalar desde la dimensión cultural-simbólica las transformaciones estructurales de una sociedad que vio de qué manera también se modificaban las pautas políticas, institucionales y, en especial, aquellas que buscaban definir nuevas formas de subjetividad y un nuevo relato articulador del giro neoliberal. Los grandes medios de comunicación estuvieron a la vanguardia de una época absolutamente dominada por la mercadolatría y la horadación de cualquier tradición política inclinada a la reivindicación de un proyecto popular-democrático.
Cuando los vientos comenzaron a cambiar en Sudamérica lo que inmediatamente se constituyó en el eje de la oposición no fueron las fuerzas políticas tradicionales sino las grandes empresas comunicacionales. Fueron ellos, los medios hegemónicos, portadores de una maquinaria poderosa desplegada hacia cada rincón de la vida social, los que se encargaron de tomar la ofensiva sistemática contra los gobiernos populares y lo hicieron movilizando toda su capacidad económica y tecnológica sabiendo, como sabían, que ellos jugarían un papel indelegable a la hora de generar una opinión pública opositora sostenida sobre un relato basado en el avance, en nuestro continente, de fuerzas políticas autoritarias, populistas, demagógicas y corruptas. Fueron, y lo siguen siendo, la vanguardia de choque del establishment neoliberal y siguen, en la mayoría de los casos, dominando ampliamente la escena comunicacional. Las experiencias regresivas y golpistas de Honduras y Paraguay están allí para mostrar, con elocuencia indisimulable, el papel y la responsabilidad central de las grandes empresas periodísticas en el apuntalamiento de las nuevas formas de neogolpismo. Tanto Zelaya como Lugo, del mismo modo que les ocurrió pero con distinta suerte, a Lula, Chávez, Correa, Evo y los Kirchner, sufrieron el hostigamiento sistemático de esos grandes medios que, por lo general, suelen ocupar la mayor parte del espectro comunicacional. Su poder de fuego es enorme y su capacidad para invisibilizar la realidad de sus sociedades es equivalente a ese poder. De ahí la necesidad de encontrar mecanismos para sortear esas barreras mediáticas habilitando canales de comunicación que logren, al menos, dos cosas: hacer visible lo que ocurre y valorizar la figura de quien, elegido por el voto popular, dirige democráticamente los destinos del país.
Contra esa hegemonía muy difícil de quebrar es que los distintos gobiernos populares de Sudamérica han utilizado estrategias comunicacionales para romper el cerco y ofrecer a las poblaciones un relato de la realidad permanentemente bloqueado por las grandes cadenas mediáticas. Chávez, Lula, Evo, Correa, Mujica y, en nuestro país, Cristina se han visto obligados a construir otros canales de comunicación sin los cuales se vuelve muy difícil sostener las políticas de cambio. Cristina eligió usar la cadena nacional como respuesta a la asfixia informativa y a las recurrentes falsedades con las que los medios concentrados bombardean sistemáticamente a la sociedad. Usar la cadena nacional es un modo de romper ese cerco y de explicitar lo que viene haciendo el Gobierno y constituye una clara y contundente decisión política que de ningún modo es atentatoria de derechos ni de libertades públicas. Es, nada más y nada menos, que avanzar con la palabra presidencial sorteando el feroz mecanismo de invisibilización desplegado por la corporación mediática. Pero también supone, una vez más, respetar la inteligencia y la madurez de una parte mayoritaria de la población que tiene derecho a conocer la compleja realidad y sus múltiples facetas. Por eso en los discursos de Cristina no hay simplificaciones, resoluciones fáciles de los problemas ni ocultamientos de la coyuntura nacional e internacional. El de la cadena nacional, y eso la oposición lo sabe y le preocupa, es otro de los instrumentos eficaces que utiliza el kirchnerismo para escaparle al abrazo de oso de la monopolización informativa. Lo mismo han hecho y siguen haciendo otros gobiernos populares de un continente que sigue buscando su mejor historia y que busca concretar sus ideales emancipadores.
ARREGLO FOTOGRÀFICO: ALBERTO CARRERA
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