40 Aniversarios, desde aquel nefasto 11 de septiembre de 1973 a esta realidad chilena de lucha por los derechos humanos: la Justicia, la persistencia de cierta impunidad entre los agentes de la represión y los casos de injerencia civil y empresarial con la criminalidad pinochetista.
Este 11 de septiembre de 2013 se cumplen 40 años del golpe de Estado que derrocó al gobierno de la Unidad Popular presidido por Salvador Allende. Ante tal hecho, los sucesos acaecidos aquel día y en tiempos posteriores durante la dictadura vuelven a la memoria colectiva chilena mediante imágenes, documentales y textos demostrando que la “historia del tiempo presente” aún perdura en la opinión pública del país trasandino.
Es en este contexto de rememoración que aún falta reconstruir la historia de la dictadura, al mismo tiempo que la justicia no se ha llevado a cabo plenamente en tribunales. La justicia, durante el siglo XX y al menos desde los juicios de Nuremberg ha sido un importante momento de elaboración de la memoria y la conciencia histórica. Debido al déficit en términos de justicia por los atropellos a los derechos humanos bajo la dictadura pinochetista, la historia y la memoria se encuentran profundamente parcializadas y oscurecidas. Pero además, en términos históricos ha habido una coincidencia entre “memorias fuertes” y escritura de la historia. La visibilidad y el reconocimiento de una memoria dependen de la fuerza de sus portadores. En el caso chileno, las diversas organizaciones de derechos humanos, familiares de detenidos desaparecidos, comisiones y colectivos aún no encuentran ese impulso estatal tan necesario para profundizar los crímenes de la dictadura. Operan en medio de un silencio cómplice por parte de los civiles que apoyaron el golpe y lo sustentaron después, al mismo tiempo que ante la indiferencia de buena parte de la ciudadanía. Aun así, persisten en buscar memoria y justicia.
Tal es el caso de las denuncias que han realizado recientemente desde la Agrupación de Familiares de Ejecutados Políticos (AFEP) ante hechos de impunidad en los procesos contra miembros de las Fuerzas Armadas de la dictadura. El primero es la absolución en la Corte de Apelaciones de Rancagua a los cuatro funcionarios de Carabineros en retiro por la muerte de Cecilia Magni y Raúl Pellegrin, integrantes del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR) en 1988. La “imposibilidad de determinar la participación de terceros en la muerte de la pareja” habría gatillado la puesta en libertad de los cuatro funcionarios. Luego de tres años de investigación, “la hipótesis de una participación de terceros planteada por la parte querellante no ha podido ser probada”, constató el fallo. Sin embargo, las circunstancias de la muerte harían difícil de probar lo contrario. Ambos militantes del FPMR habrían sido hallados muertos en el Río Tinguiririca, en medio de una persecución policial por el asalto al cuartel del poblado Los Queñes. Así, a pesar de existir un “intenso operativo” para capturarlos, ningún testigo ha podido corroborar la versión de los abogados querellantes, por lo que la hipótesis de los defensores –sustentada en que se habrían ahogado en el río– se convierte en realidad judicial. La segunda denuncia es aún más aberrante y se toca con la impunidad total. AFEP ha criticado el permiso que se le diera desde la Corte de Apelaciones de Chillán al general en retiro Patricio Jeldres Rodríguez la posibilidad de irse de vacaciones al extranjero por un mes.
Como recuerda AFEP, “Jeldres fue condenado por el asesinato de Gilberto Pino y Sergio Cádiz, campesinos de la zona secuestrados y muertos en octubre de 1973, pero se está a la espera de la resolución del recurso de casación. Los familiares añadieron que la Corte de Apelaciones de Chillán hace mucho tiempo vendría fallando a favor de los acusados en casos de crímenes de lesa humanidad”. Ambos casos no hacen más que mostrar una de las peores facetas de la transición a la democracia chilena, la cual se encuentra representada por la palabra impunidad.
Sin embargo, en estos días de profundo reencuentro con los hechos del 11 de septiembre se han destapado nuevos casos de arbitrariedad judicial. El más llamativo es el que tiene al ex comandante en jefe del Ejército y recién renunciado presidente del Servicio Nacional Electoral (Servel), máxima instancia institucional que vela por el debido proceso de los actos eleccionarios en el país. Todo comenzó con la columna de opinión que los domingos escribe Carlos Peña, rector de la Universidad Diego Portales, en El Mercurio. Aquel 18 de agosto pasado, Peña puso en conocimiento de la opinión pública que Juan Emilio Cheyre habría entregado un niño de dos años, testigo del asesinato de sus padres, a un convento de monjas en 1973. Después de dichas declaraciones, se ha destapado una historia que permanecía oculta (como tantas otras) sobre el accionar de los militares y civiles en dictadura y el silencio cómplice del que han sido parte durante estos cuarenta años.
Para el caso de Cheyre, el ex teniente y mano derecha del comandante del Regimiento N° 2 de Artillería, Ariosto Lapostol, de la ciudad de la Serena, declaró que no supo de los masivos asesinatos llevados a cabo en el regimiento del que era parte (y responsable con cargo superior) en el llamado Proceso Caravana de la Muerte y otros más, hasta que leyó en la prensa lo ocurrido años después. En días recientes se ha dado a conocer un comunicado de AFEP, Codepu, Corporación Parque por la Paz Villa Grimaldi, Comisión Ética Contra la Tortura, Colectivo 119 Familiares y Compañeros, Fasic, José Domingo Cañas, Nido 20 y Tres y Cuatro Álamos, donde declaran que “los padres de Ernesto Lejderman Ávalos sabían que los militares chilenos no les perdonarían la vida, y la forma como fueron asesinados lo confirma, porque no fueron detenidos, simplemente los ejecutaron sumariamente. Cheyre miente nuevamente y, lo que es peor, culpa a las personas asesinadas de haber abandonado a ese niño en circunstancias en que es el Ejército de Chile el que los asesina y deja sin padres a un niño que, luego, decide entregarlo a un convento”. Lo que hay detrás de esta historia es la punta del iceberg en torno de la desaparición de presos políticos y la entrega de sus hijos e hijas a personeros cercanos a la dictadura.
Así, lo que el caso Cheyre ha demostrado a la opinión pública es que en Chile, al igual que en la Argentina, también hay hijos e hijas desaparecidos viviendo con otras identidades. Dentro de poco, el periodista Javier Rebolledo lanzará al mercado su segundo trabajo de investigación, El despertar de los cuervos, libro centrado en el temido regimiento de Tejas Verdes, verdadero centro de experimentación en torturas y desapariciones masivas de la policía secreta DINA. “Rebolledo confirmó que en Chile no existe un registro de los niños nacidos en cautiverio, ya sea porque sus madres fueron detenidas estando embarazadas o porque nacieron de las violaciones de sus verdugos.
Recién en 2009, el ministro Solís abrió un cuaderno reservado dentro de la causa Villa Grimaldi, para investigar posibles adopciones ilegales por parte de agentes de Estado”, consignó El Ciudadano. Como relata el libro de Rebolledo, era común la presencia de médicos y enfermeras en las sesiones de tortura, de manera de que si los torturados se desmayaban muy rápido, pudieran sanarlos para someterlos a nuevos tormentos. En el caso de los bebés desaparecidos, sobresalen dos investigaciones aún no esclarecidas. La primera es la de Ana María Luna Barrios, quien llegó a tribunales en 2010 luego de que su madre le confesara que era adoptada. Su madre adoptiva, Marta Adriana Barrios Barrios, habría testificado ante funcionarios de la Dirección de Inteligencia de Carabineros que la beba llegó al Hospital Militar en estado de desnutrición en 1976, siendo adoptada por la funcionaria. Lo que la Justicia logró determinar es la identidad del militar que habría entregado a María Barrios, el teniente del ejército Hernán Valle Zapata (ya fallecido). Junto a la identidad del militar, se encontró el expediente de adopción, donde se constata que Zapata inscribió a la recién nacida sin el nombre de la madre, señalando, donde debía ir la identificación, “no compareciente”. Este mismo militar, parte del círculo íntimo del Mamo Contreras, se “hizo padre” de Carmen Gloria Valle Valle, nacida en 1975 e hija de “madre NN, nacionalidad chilena”, como pudo comprobar el periodista en la hoja de vida de Valle. El otro caso es el de Ramón Painepe Melivilu, a quien su propia madre adoptiva le habría confesado que su madre biológica habría sido llevada por militares, mientras ella trabajaba como visitadora social en el hospital Félix Bulnes.
De esta manera, lo que estas investigaciones demuestran son los enormes vacíos en términos de justicia que la dictadura militar y civil llevó a cabo en Chile. Mientras impere la impunidad en el país, y los principales agentes de la represión puedan impartir clases en universidades, viajar al exterior, ejercer funciones públicas, hacerse los desentendidos y defender “la obra” del general en el país, las víctimas de la represión seguirán siendo silenciadas por una opinión pública y unos medios de comunicación cómplices con el terrorismo de Estado. En este contexto de impunidad es que deben entenderse las declaraciones del nieto de Pinochet, Augusto Pinochet Molina III, quien hace pocos días habría declarado que frente al programa “Chile, las imágenes prohibidas”, exhibido por Chilevisión, éstas serían “pura propaganda” y que estaría dispuesto a presentar querellas si se lo pidieran para defender la obra de su abuelo.
PRACTICAMENTE TODOS LOS SECTORES DE LA SOCIEDAD SE EXPRESARON SOBRE EL GOLPE DEL ’73
Chile hace catarsis cuarenta años después. Documentales transmitidos a toda hora, visitas guiadas por espacios de la memoria, pronunciamientos de políticos en torno del perdón, quejas por la Constitución heredada del pinochetismo: el golpe en la memoria colectiva de Chile.
Como si fuera una catarsis colectiva no hubo quien no tuviera ánimo de decir algo sobre el drama que ocurrió en Chile el 11 de septiembre de 1973. Documentales transmitidos por canales y radios a toda hora; visitas guiadas por espacios de la memoria, pronunciamientos de políticos en torno del perdón, quejas por la Constitución heredada del pinochetismo, carabineros desoyendo y desmontando una muestra con lienzos y murales de la organizaciones de derechos humanos que reclamaban, como hace 40 años, que se castigue a los responsables del terrorismo de Estado. Los carteles por el aniversario se mezclaron con imágenes de campaña. Porque habrá elecciones en noviembre y las dos mujeres y principales candidatas, Michelle Bachelet y Evelyn Matthei, fueron hijas de generales de la fuerza aérea, pero con un pasado antagónico.
La casa número 38 ubicada en una callecita empedrada de nombre Londres, cerca del Palacio de La Moneda, se convirtió entre 1973 y 1974 en un centro de detención y tortura en donde fueron asesinados 98 secuestrados de la dictadura de Augusto Pinochet. En la fachada un gran cartel señala “40 años de luchas y resistencia” acerca del lugar de tormento, en el que se usó la descarga eléctrica para interrogar en una sala del segundo piso y quebrar más rápido la voluntad de los detenidos. Ayer, en la víspera del aniversario del día que cambió la historia de este país, la casa despojada de objetos era visitada por numerosas personas. La organización Londres 38 puso a circular un video por las redes sociales en el que se muestra cómo en la madrugada del domingo pasado un grupo de carabineros sacó los lienzos colgados en los puentes del río Mapocho que llevaban la consigna: “¿Dónde están los desa-parecidos?”. El guía y militante de los derechos humanos Felipe Aguilera se indignó ante esta enviada por la remoción de la muestra, en la que trabajó durante semanas. “Los carabineros pasaron por encima de la autorización de los municipios y actuaron por fuera del estado de derecho. Enviamos una carta al gobierno pidiendo la restitución de los lienzos.”
Chile hace catarsis cuarenta años después. Documentales transmitidos a toda hora, visitas guiadas por espacios de la memoria, pronunciamientos de políticos en torno del perdón, quejas por la Constitución heredada del pinochetismo: el golpe en la memoria colectiva de Chile.
Como si fuera una catarsis colectiva no hubo quien no tuviera ánimo de decir algo sobre el drama que ocurrió en Chile el 11 de septiembre de 1973. Documentales transmitidos por canales y radios a toda hora; visitas guiadas por espacios de la memoria, pronunciamientos de políticos en torno del perdón, quejas por la Constitución heredada del pinochetismo, carabineros desoyendo y desmontando una muestra con lienzos y murales de la organizaciones de derechos humanos que reclamaban, como hace 40 años, que se castigue a los responsables del terrorismo de Estado. Los carteles por el aniversario se mezclaron con imágenes de campaña. Porque habrá elecciones en noviembre y las dos mujeres y principales candidatas, Michelle Bachelet y Evelyn Matthei, fueron hijas de generales de la fuerza aérea, pero con un pasado antagónico.
La casa número 38 ubicada en una callecita empedrada de nombre Londres, cerca del Palacio de La Moneda, se convirtió entre 1973 y 1974 en un centro de detención y tortura en donde fueron asesinados 98 secuestrados de la dictadura de Augusto Pinochet. En la fachada un gran cartel señala “40 años de luchas y resistencia” acerca del lugar de tormento, en el que se usó la descarga eléctrica para interrogar en una sala del segundo piso y quebrar más rápido la voluntad de los detenidos. Ayer, en la víspera del aniversario del día que cambió la historia de este país, la casa despojada de objetos era visitada por numerosas personas. La organización Londres 38 puso a circular un video por las redes sociales en el que se muestra cómo en la madrugada del domingo pasado un grupo de carabineros sacó los lienzos colgados en los puentes del río Mapocho que llevaban la consigna: “¿Dónde están los desa-parecidos?”. El guía y militante de los derechos humanos Felipe Aguilera se indignó ante esta enviada por la remoción de la muestra, en la que trabajó durante semanas. “Los carabineros pasaron por encima de la autorización de los municipios y actuaron por fuera del estado de derecho. Enviamos una carta al gobierno pidiendo la restitución de los lienzos.”
A unas cuadras de ese espacio de la memoria, los transeúntes de la zona céntrica de la ciudad se mostraban proclives a recordar el derrocamiento de Salvador Allende como una fecha fatídica. Yeri Chávez, empleada en una empresa de acero, señaló que ella tenía 12 años, pero la imagen del bombardeo al edificio de La Moneda quedará grabada en su memoria. “Nunca más debiera ocurrir semejante abuso del poder en manos de un dictador. Ahora estamos libres de decir lo que queramos, existe libertad de expresión. Lo que pasó fue trágico.” Un hombre de 55 años, mientras daba algunas pitadas al cigarrillo, dijo que entre el ’80 y el ’90 todo dolía. “Estamos en camino de lograr la paz con nosotros mismos. Me acuerdo de que me contaban que mataban a las personas y las tiraban en basurales. Personalmente me dolió a mí cuando desaparecieron a estudiantes de la universidad”, dijo el ingeniero Jaime Flores.
Como uno de los lastres del pinochetismo, existen vacíos en los procesos judiciales. La socióloga Marta Lagos señaló que esto se vincula con el modelo chileno de reconciliación. “La transición fue posible porque no se exigió la verdad el día uno. La verdad estuvo congelada, en espera.” En la cercanía de la conmemoración del 11 de septiembre, el presidente conservador Sebastián Piñera afirmó que la Justicia no estuvo a la altura de las obligaciones y desafíos. “El Poder Judicial pudo haber hecho más, porque por mandato constitucional le correspondía cautelar los derechos de las personas y proteger las vidas. Por ejemplo, acogiendo los recursos de amparo que rechazó de forma masiva.” Sin embargo, a él se le cuestiona no haber hecho lo suficiente en la materia. Amnistía Internacional entregó ayer en el palacio presidencial un petitorio firmado por más de 25 mil personas para reclamar al gobierno chileno que elimine todas las barreras que protegen a los perpetradores de violaciones a los derechos humanos. “No es aceptable que 40 años después del golpe militar continúen existiendo dificultades para la búsqueda de la verdad, la justicia y la reparación en Chile. La ley de Amnistía sigue protegiendo a los violadores con inmunidad procesal, continúa habiendo largos retrasos en las actuaciones judiciales y las condenas no reflejan la gravedad de los crímenes cometidos”, señaló la organización.
Como uno de los lastres del pinochetismo, existen vacíos en los procesos judiciales. La socióloga Marta Lagos señaló que esto se vincula con el modelo chileno de reconciliación. “La transición fue posible porque no se exigió la verdad el día uno. La verdad estuvo congelada, en espera.” En la cercanía de la conmemoración del 11 de septiembre, el presidente conservador Sebastián Piñera afirmó que la Justicia no estuvo a la altura de las obligaciones y desafíos. “El Poder Judicial pudo haber hecho más, porque por mandato constitucional le correspondía cautelar los derechos de las personas y proteger las vidas. Por ejemplo, acogiendo los recursos de amparo que rechazó de forma masiva.” Sin embargo, a él se le cuestiona no haber hecho lo suficiente en la materia. Amnistía Internacional entregó ayer en el palacio presidencial un petitorio firmado por más de 25 mil personas para reclamar al gobierno chileno que elimine todas las barreras que protegen a los perpetradores de violaciones a los derechos humanos. “No es aceptable que 40 años después del golpe militar continúen existiendo dificultades para la búsqueda de la verdad, la justicia y la reparación en Chile. La ley de Amnistía sigue protegiendo a los violadores con inmunidad procesal, continúa habiendo largos retrasos en las actuaciones judiciales y las condenas no reflejan la gravedad de los crímenes cometidos”, señaló la organización.
Según cifras oficiales, el número de personas desaparecidas o asesinadas en Chile entre 1973 y 1990 superó las 3000 y cerca de 40.000 personas sobrevivieron al encarcelamiento por motivos políticos o la tortura. El Decreto Ley de Amnistía, aprobado en 1978, exime de responsabilidad penal a todas las personas que cometieron violaciones de derechos humanos entre el 11 de septiembre de 1973 y el 10 de marzo de 1978. Si bien algunas sentencias han eludido la aplicación de la norma, el hecho de que siga existiendo es incompatible con las obligaciones internacionales de Chile en materia de derechos humanos.
Aunque Piñera votó por el No a la continuidad de Pinochet en el referéndum del 5 de octubre de 1988 y él no se identifica con el ala pinochetista de la Alianza de derecha (UDI-Renovación Nacional), sí apoyó a la candidata Evelyn Ma-tthei, quien hasta hace poco se de-sempeñaba como su ministra de Trabajo. Matthei pertenece al partido más conservador de Chile, UDI, que alberga a simpatizantes del dictador, como ella. Evelyn y Michelle fueron hijas de generales de la fuerza aérea, con vidas cruzadas. Alberto Bachelet murió en 1974 por un ataque cardíaco, derivado de las torturas que sufrió por ser leal a Allende, mientras que Fernando Matthei, padre de Evelyn, integró la Junta Militar que gobernó Chile de 1973 a 1990 y se sospecha que tiene responsabilidad en la muerte de Bachelet.
También atravesado por la historia y con poco más de 40 años, el ex socialista y hoy candidato independiente Marco Enríquez Ominami es hijo del cofundador y secretario general del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), Miguel Enríquez. El candidato del Partido Progresista instó a Matthei a que rectifique. “Hemos querido invitar, sin odio y sin rencor, a que la candidata de los dos partidos que sostuvieron la dictadura militar, a que pida perdón. Es importante en esta elección, empujemos los pisos éticos.”
Y es que Matthei señaló que respecto de las violaciones a los derechos humanos ocurridas tras el derrocamiento de Allende, ella no tenía nada de por qué disculparse. “Yo tenía 20 años para el golpe, no tengo nada por lo que pedir perdón”, sostuvo tajantemente Matthei. Aludió así a las declaraciones del senador de la UDI, Hernán Larraín, quien hace unos días hizo un mea culpa por lo ocurrido con posterioridad al 11 de septiembre.
Sin escaparle al debate político, la ex mandataria y aspirante de Nueva Mayoría dio un discurso en el Museo de la Memoria el lunes –un espacio que se gestó durante su gobierno–, en paralelo al acto oficial que encabezó Piñera. “No existe reconciliación que se construya ante la ausencia de verdad, justicia o un duelo”, dijo Bachelet, la mejor posicionada para ganar las elecciones del 22 de noviembre, ante la mirada de referentes de familiares de víctimas de la dictadura, como Ana González, cuyo esposo, dos de sus hijos y su nuera fueron secuestrados por la policía secreta de Pinochet.
Chile ha vivido una catarsis de la que nadie quedó afuera.
Aunque Piñera votó por el No a la continuidad de Pinochet en el referéndum del 5 de octubre de 1988 y él no se identifica con el ala pinochetista de la Alianza de derecha (UDI-Renovación Nacional), sí apoyó a la candidata Evelyn Ma-tthei, quien hasta hace poco se de-sempeñaba como su ministra de Trabajo. Matthei pertenece al partido más conservador de Chile, UDI, que alberga a simpatizantes del dictador, como ella. Evelyn y Michelle fueron hijas de generales de la fuerza aérea, con vidas cruzadas. Alberto Bachelet murió en 1974 por un ataque cardíaco, derivado de las torturas que sufrió por ser leal a Allende, mientras que Fernando Matthei, padre de Evelyn, integró la Junta Militar que gobernó Chile de 1973 a 1990 y se sospecha que tiene responsabilidad en la muerte de Bachelet.
También atravesado por la historia y con poco más de 40 años, el ex socialista y hoy candidato independiente Marco Enríquez Ominami es hijo del cofundador y secretario general del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), Miguel Enríquez. El candidato del Partido Progresista instó a Matthei a que rectifique. “Hemos querido invitar, sin odio y sin rencor, a que la candidata de los dos partidos que sostuvieron la dictadura militar, a que pida perdón. Es importante en esta elección, empujemos los pisos éticos.”
Y es que Matthei señaló que respecto de las violaciones a los derechos humanos ocurridas tras el derrocamiento de Allende, ella no tenía nada de por qué disculparse. “Yo tenía 20 años para el golpe, no tengo nada por lo que pedir perdón”, sostuvo tajantemente Matthei. Aludió así a las declaraciones del senador de la UDI, Hernán Larraín, quien hace unos días hizo un mea culpa por lo ocurrido con posterioridad al 11 de septiembre.
Sin escaparle al debate político, la ex mandataria y aspirante de Nueva Mayoría dio un discurso en el Museo de la Memoria el lunes –un espacio que se gestó durante su gobierno–, en paralelo al acto oficial que encabezó Piñera. “No existe reconciliación que se construya ante la ausencia de verdad, justicia o un duelo”, dijo Bachelet, la mejor posicionada para ganar las elecciones del 22 de noviembre, ante la mirada de referentes de familiares de víctimas de la dictadura, como Ana González, cuyo esposo, dos de sus hijos y su nuera fueron secuestrados por la policía secreta de Pinochet.
Chile ha vivido una catarsis de la que nadie quedó afuera.
Combatir en todas partes
Ahora que se conmemoran los 40 años del golpe pinochetista quizás haya llegado la hora de recordar a un anónimo militante socialista argentino que fuera una de las víctimas de aquel episodio que truncó la vida del legendario Salvador Allende y su “vía chilena al socialismo”.
Oscar Bugallo, más conocido entonces como El Chileno, había llegado a militar con los jóvenes socialistas que mimeografiábamos Pueblo Rebelde y acompañábamos la lucha de algunas comisiones internas fabriles. Se había sumado para fortalecer la organización de ese pequeño destacamento que provenía del antiguo socialismo argentino con la voluntad de emular al Che y al Compañero Presidente.
De origen comunista, Oscar rápidamente se mimetizó con la modesta organización –y con el Frente de los Trabajadores, que patrocinaba– y asumió en ella el rol de capacitador, no sólo en materia política sino también de cierta autodefensa que era imprescindible para garantizar la presencia militante en aquella época difícil.
Tras un año de compartir la experiencia con aquel grupo que se pretendía afluente de una futura construcción alternativa revolucionaria para un país sometido a una recurrente dictadura cívico-militar, Oscar se fue a Chile para integrarse al Partido Socialista y a la CUT, dejándonos una carta de despedida que concluye premonitoriamente con una doble consigna: “Por el socialismo, a combatir en todas partes. A morir bajo cualquier bandera”.
El golpe del 11 de septiembre lo encontró abocado a organizar la resistencia en los cordones industriales de Santiago. Tiempo después, su compañera, Margie, recibió la funesta noticia de su muerte. Tras los reclamos, pudimos conseguir el envío del cadáver, que recibimos en un tétrico furgón de ferrocarril en la estación Retiro. Un día después, con banderas rojas y puños en alto, lo enterramos en el cementerio de la Chacarita.
Pasaron cuatro décadas intensas en la Argentina, en Chile y en el mundo. Cayeron muros, hubo amaneceres y crepúsculos políticos. Durante esa larga etapa, no supimos en detalle cómo había muerto nuestro compañero. Hasta que, hace unos días, su compañera obtuvo apenas un indicio que fue transformándose en versión y terminó siendo el testimonio de un socialista chileno que compartió militancia con Oscar, estuvo con él durante “aquel fatídico 11 de septiembre” y lo dejó tras una reunión de resistentes, pocos instantes antes de que llegara la partida militar que lo arrestaría y le daría muerte. Era el 8 de noviembre de 1973; Oscar tenía sólo 24 años.
Ahora que se conmemoran los 40 años del golpe pinochetista quizás haya llegado la hora de recordar a un anónimo militante socialista argentino que fuera una de las víctimas de aquel episodio que truncó la vida del legendario Salvador Allende y su “vía chilena al socialismo”.
Oscar Bugallo, más conocido entonces como El Chileno, había llegado a militar con los jóvenes socialistas que mimeografiábamos Pueblo Rebelde y acompañábamos la lucha de algunas comisiones internas fabriles. Se había sumado para fortalecer la organización de ese pequeño destacamento que provenía del antiguo socialismo argentino con la voluntad de emular al Che y al Compañero Presidente.
De origen comunista, Oscar rápidamente se mimetizó con la modesta organización –y con el Frente de los Trabajadores, que patrocinaba– y asumió en ella el rol de capacitador, no sólo en materia política sino también de cierta autodefensa que era imprescindible para garantizar la presencia militante en aquella época difícil.
Tras un año de compartir la experiencia con aquel grupo que se pretendía afluente de una futura construcción alternativa revolucionaria para un país sometido a una recurrente dictadura cívico-militar, Oscar se fue a Chile para integrarse al Partido Socialista y a la CUT, dejándonos una carta de despedida que concluye premonitoriamente con una doble consigna: “Por el socialismo, a combatir en todas partes. A morir bajo cualquier bandera”.
El golpe del 11 de septiembre lo encontró abocado a organizar la resistencia en los cordones industriales de Santiago. Tiempo después, su compañera, Margie, recibió la funesta noticia de su muerte. Tras los reclamos, pudimos conseguir el envío del cadáver, que recibimos en un tétrico furgón de ferrocarril en la estación Retiro. Un día después, con banderas rojas y puños en alto, lo enterramos en el cementerio de la Chacarita.
Pasaron cuatro décadas intensas en la Argentina, en Chile y en el mundo. Cayeron muros, hubo amaneceres y crepúsculos políticos. Durante esa larga etapa, no supimos en detalle cómo había muerto nuestro compañero. Hasta que, hace unos días, su compañera obtuvo apenas un indicio que fue transformándose en versión y terminó siendo el testimonio de un socialista chileno que compartió militancia con Oscar, estuvo con él durante “aquel fatídico 11 de septiembre” y lo dejó tras una reunión de resistentes, pocos instantes antes de que llegara la partida militar que lo arrestaría y le daría muerte. Era el 8 de noviembre de 1973; Oscar tenía sólo 24 años.
El día en que todo cambió
Si estoy con vida, si cuarenta años más tarde puedo contar la historia del golpe del 11 de septiembre de 1973, es gracias a la ciega generosidad de mi amigo Claudio Jimeno.
Lo recuerdo ahora tal como lo vi entonces, cuando me despedí de él sin saber que se trataba de una despedida final, sin saber que en poco tiempo él estaría muerto y yo iba a sobrevivir, ninguno de los dos anticipando que los militares lo matarían a él en vez de ensañarse conmigo.
Nos conocimos en 1960, cuando los dos cursábamos el primer año de estudios en la Universidad de Chile. Incisivos sobresalientes y una mata de pelo negro erizado le habían merecido un apodo, Conejo, que luciría hasta el día de su muerte. Estaba de novio con Chabela Chadwick, una estudiante de química, y cuando yo comencé a salir con Angélica, mi futura mujer, los cuatro participábamos, junto a otros entusiastas condiscípulos, en un raudal de actividades: bailes y paseos a la playa y, sobre todo, sumándonos a manifestaciones de protesta. Porque lo que en última instancia más nos unía, más allá de compartir confidencias y esperanzas, era una feroz necesidad de batallar por la justicia social en un continente de extrema pobreza y desarrollo frustrado.
Como millones de otros chilenos, Claudio y yo éramos fervientes seguidores del socialista Salvador Allende, que proclamaba –en una época en que la guerrilla se alzaba con furia en toda América latina– que era posible una revolución en nuestro país sin recurrir a la violencia, que podíamos crear una sociedad más justa y soberana por medios democráticos y pacíficos. Nuestros sueños se hicieron realidad cuando, diez años más tarde, Allende ganó las elecciones presidenciales de 1970.
Los sueños y la realidad, sin embargo, no siempre van de la mano.
Ya a mediados de 1973, el gobierno de Allende estaba asediado por sus enemigos internos y externos y la creciente amenaza de un pronunciamiento militar. De manera que cuando Fernando Flores, el secretario general de Gobierno del Presidente, me pidió que sirviera como su asesor de prensa y cultura, no tuve la menor duda. Una de mis responsabilidades más urgentes era que debía hacer guardia una vez, cada cuatro noches, en La Moneda, para que pudiera comunicarme con Allende en caso de alguna emergencia. Las otras noches se rotaban entre tres otros asesores, uno de los cuales era Claudio Jimeno.
De manera que cuando me di cuenta de que me tocaba dormir en La Moneda la noche del lunes 10 de septiembre, nada más natural, entonces, que canjear ese turno con mi viejo amigo, pedirle si era posible hacerme cargo de su guardia del domingo 9 de septiembre. Me convenía ese domingo porque era la única ocasión que tenía para mostrarle a Rodrigo, mi hijo de seis años, la galería de retratos de los primeros mandatarios de Chile y para que experimentara, antes de que su madre viniera a buscarlo, ese momento mágico en que las luces del Palacio se prendían al crepúsculo.
Claudio asintió sin la menor vacilación. En esos tiempos azarosos, pasar aunque fuera una hora extra con el hijo al que no teníamos la certeza de ver al día siguiente constituía un regalo insuperable. De hecho, me agradeció el trueque, ya que le permitía gozar de un domingo tranquilo con Chabela y sus dos hijos.
Si estoy con vida, si cuarenta años más tarde puedo contar la historia del golpe del 11 de septiembre de 1973, es gracias a la ciega generosidad de mi amigo Claudio Jimeno.
Lo recuerdo ahora tal como lo vi entonces, cuando me despedí de él sin saber que se trataba de una despedida final, sin saber que en poco tiempo él estaría muerto y yo iba a sobrevivir, ninguno de los dos anticipando que los militares lo matarían a él en vez de ensañarse conmigo.
Nos conocimos en 1960, cuando los dos cursábamos el primer año de estudios en la Universidad de Chile. Incisivos sobresalientes y una mata de pelo negro erizado le habían merecido un apodo, Conejo, que luciría hasta el día de su muerte. Estaba de novio con Chabela Chadwick, una estudiante de química, y cuando yo comencé a salir con Angélica, mi futura mujer, los cuatro participábamos, junto a otros entusiastas condiscípulos, en un raudal de actividades: bailes y paseos a la playa y, sobre todo, sumándonos a manifestaciones de protesta. Porque lo que en última instancia más nos unía, más allá de compartir confidencias y esperanzas, era una feroz necesidad de batallar por la justicia social en un continente de extrema pobreza y desarrollo frustrado.
Como millones de otros chilenos, Claudio y yo éramos fervientes seguidores del socialista Salvador Allende, que proclamaba –en una época en que la guerrilla se alzaba con furia en toda América latina– que era posible una revolución en nuestro país sin recurrir a la violencia, que podíamos crear una sociedad más justa y soberana por medios democráticos y pacíficos. Nuestros sueños se hicieron realidad cuando, diez años más tarde, Allende ganó las elecciones presidenciales de 1970.
Los sueños y la realidad, sin embargo, no siempre van de la mano.
Ya a mediados de 1973, el gobierno de Allende estaba asediado por sus enemigos internos y externos y la creciente amenaza de un pronunciamiento militar. De manera que cuando Fernando Flores, el secretario general de Gobierno del Presidente, me pidió que sirviera como su asesor de prensa y cultura, no tuve la menor duda. Una de mis responsabilidades más urgentes era que debía hacer guardia una vez, cada cuatro noches, en La Moneda, para que pudiera comunicarme con Allende en caso de alguna emergencia. Las otras noches se rotaban entre tres otros asesores, uno de los cuales era Claudio Jimeno.
De manera que cuando me di cuenta de que me tocaba dormir en La Moneda la noche del lunes 10 de septiembre, nada más natural, entonces, que canjear ese turno con mi viejo amigo, pedirle si era posible hacerme cargo de su guardia del domingo 9 de septiembre. Me convenía ese domingo porque era la única ocasión que tenía para mostrarle a Rodrigo, mi hijo de seis años, la galería de retratos de los primeros mandatarios de Chile y para que experimentara, antes de que su madre viniera a buscarlo, ese momento mágico en que las luces del Palacio se prendían al crepúsculo.
Claudio asintió sin la menor vacilación. En esos tiempos azarosos, pasar aunque fuera una hora extra con el hijo al que no teníamos la certeza de ver al día siguiente constituía un regalo insuperable. De hecho, me agradeció el trueque, ya que le permitía gozar de un domingo tranquilo con Chabela y sus dos hijos.
Y entonces quiso la buena y la mala suerte que fuera Claudio Jimeno el que respondió el teléfono en la madrugada del 11 de septiembre de 1973, recibiendo la noticia de que el golpe, liderado por el general Augusto Pinochet, había comenzado. Y fue Claudio el que llamó a Allende y Claudio el que luchó a su lado en La Moneda y Claudio el que terminó siendo apresado y luego torturado y finalmente muerto, convirtiéndose en uno de los primeros chilenos desaparecidos. Mientras que yo desperté al lado del amor de mi vida, de Angélica, y traté de llegar a La Moneda y no pude lograrlo y heme aquí, cuarenta años más tarde, conmemorando a mi amigo y lo que se perdió y lo que se aprendió, y recordando, porque Claudio no lo puede hacer, cómo mantuvimos viva la esperanza en medio de la oscuridad. Heme aquí, todavía sin poder visitar la tumba de Claudio porque los militares que lo mataron todavía no revelan dónde echaron su cuerpo vejado.
El destino de Claudio prefiguró el de su país.
Nos aguardaban décadas de represión y pavor, de pesadumbre y combate. Aun cuando terminamos derrotando a la dictadura, nuestra democracia restaurada se vio severamente restringida. La siniestra Constitución de Pinochet, aprobada en un referéndum fraudulento en 1980, sigue siendo hasta el día de hoy la ley suprema de la república, obstaculizando tantas reformas imprescindibles que el país reclama.
Si bien aquel 11 de septiembre de 1973 fue trágico para tantos chilenos, también tuvo consecuencias más allá de nuestras orillas remotas. El naufragio de la revolución chilena repercutió en forma significativa en Europa, donde llevó a una fundamental reorientación de la izquierda en varios países (notablemente España, Francia e Italia), la certeza de que no bastaba con una mayoría electoral exigua para llevar a cabo transformaciones sustanciales en la sociedad, sino que se necesitaba un consenso amplio y profundo. En los Estados Unidos, la intervención de la CIA en la caída de Allende fue uno de varios factores que condujeron a investigaciones del Congreso, estableciendo leyes limitando las intromisiones del Poder Ejecutivo norteamericano en los asuntos internos de otras repúblicas, abriendo una discusión que es en este momento más perentoria que nunca, en vista de que los presidentes norteamericanos siguen adjudicándose el derecho a inmiscuirse ilegalmente en cualquier rincón de la Tierra donde sus intereses podrían peligrar, es decir, matar y espiar en todo el mundo.
El legado más crucial, sin embargo, del 11 de septiembre chileno fueron las estrategias económicas implementadas por Pinochet. Mi país se convirtió, en efecto, en un laboratorio para un salvaje experimento neoliberal, una tierra donde la avaricia desmedida, la extrema desnacionalización de los recursos públicos y la supresión de los derechos de los trabajadores fueron impuestas con virulencia a un pueblo desamparado. Muchas de estas políticas fueron adoptadas más tarde por Margaret Thatcher y Ronald Reagan (así como por líderes en el resto del globo), acarreando una disparidad escandalosa en la distribución del ingreso y la riqueza y, podría argüirse, creando condiciones para las últimas crisis financieras que han sacudido al planeta. Por cierto, este modelo chileno de un libre mercado exorbitante y sin frenos no ha perdido hoy su atractivo. La drástica y desastrosa privatización del sistema previsional sufrida en Chile es enaltecida por derechistas de todas las estampas como una “solución” al “problema” de las pensiones de los jubilados. Y recientemente, The Wall Street Journal, en un editorial, sugería que “ojalá los egipcios tuvieran la buena suerte de que sus nuevos generales reinantes resultaran ser como Augusto Pinochet de Chile”.
Afortunadamente, Chile no exportó únicamente las peores experiencias surgidas de la asonada militar. También ha servido como un modelo de cómo un pueblo desarmado puede, a través de la no violencia y una ardua campaña de desobediencia civil, conquistar el miedo y liquidar a una dictadura. Los alentadores movimientos de resistencia y en favor de la democracia que han brotado en todos los continentes durante estos últimos años prueban que el futuro no tiene que ser despiadado, que el 11 de septiembre chileno no marcó el final de la búsqueda de libertad y justicia social por la que murió Claudio Jimeno, que tal vez su sacrificio no fue enteramente en vano.
Y, sin embargo, no me puedo consolar. Cuarenta años más tarde todavía recuerdo su sonrisa de conejo cuando me dijo adiós en La Moneda aquella noche del 10 de septiembre de 1973.
Al día siguiente, ese martes desbordante de terror en Santiago, muchas cosas cambiaron para siempre, cambios políticos y económicos que alteraron a Chile y, se podría aventurar, también al mundo. Pero cuando contemplamos el pasado, lo que necesitamos recordar es que finalmente la historia la hacen y padecen seres humanos reales, hombres y mujeres que quedan penosamente afectados. La historia consiste de muchos Claudios y muchos Jimenos de nuestra especie, uno más uno más uno.
Esa es la historia irreparable, la que nos duele y conduele: no puede Claudio despertar, como lo hago yo cada mañana, al canto interminable de los pájaros.
Claudio Jimeno, el amigo que murió en mi lugar cuarenta años atrás, nunca ha de ver a sus nietos crecer, nunca podrá sonreírse cuando lo llamen Abuelo Conejo.
El destino de Claudio prefiguró el de su país.
Nos aguardaban décadas de represión y pavor, de pesadumbre y combate. Aun cuando terminamos derrotando a la dictadura, nuestra democracia restaurada se vio severamente restringida. La siniestra Constitución de Pinochet, aprobada en un referéndum fraudulento en 1980, sigue siendo hasta el día de hoy la ley suprema de la república, obstaculizando tantas reformas imprescindibles que el país reclama.
Si bien aquel 11 de septiembre de 1973 fue trágico para tantos chilenos, también tuvo consecuencias más allá de nuestras orillas remotas. El naufragio de la revolución chilena repercutió en forma significativa en Europa, donde llevó a una fundamental reorientación de la izquierda en varios países (notablemente España, Francia e Italia), la certeza de que no bastaba con una mayoría electoral exigua para llevar a cabo transformaciones sustanciales en la sociedad, sino que se necesitaba un consenso amplio y profundo. En los Estados Unidos, la intervención de la CIA en la caída de Allende fue uno de varios factores que condujeron a investigaciones del Congreso, estableciendo leyes limitando las intromisiones del Poder Ejecutivo norteamericano en los asuntos internos de otras repúblicas, abriendo una discusión que es en este momento más perentoria que nunca, en vista de que los presidentes norteamericanos siguen adjudicándose el derecho a inmiscuirse ilegalmente en cualquier rincón de la Tierra donde sus intereses podrían peligrar, es decir, matar y espiar en todo el mundo.
El legado más crucial, sin embargo, del 11 de septiembre chileno fueron las estrategias económicas implementadas por Pinochet. Mi país se convirtió, en efecto, en un laboratorio para un salvaje experimento neoliberal, una tierra donde la avaricia desmedida, la extrema desnacionalización de los recursos públicos y la supresión de los derechos de los trabajadores fueron impuestas con virulencia a un pueblo desamparado. Muchas de estas políticas fueron adoptadas más tarde por Margaret Thatcher y Ronald Reagan (así como por líderes en el resto del globo), acarreando una disparidad escandalosa en la distribución del ingreso y la riqueza y, podría argüirse, creando condiciones para las últimas crisis financieras que han sacudido al planeta. Por cierto, este modelo chileno de un libre mercado exorbitante y sin frenos no ha perdido hoy su atractivo. La drástica y desastrosa privatización del sistema previsional sufrida en Chile es enaltecida por derechistas de todas las estampas como una “solución” al “problema” de las pensiones de los jubilados. Y recientemente, The Wall Street Journal, en un editorial, sugería que “ojalá los egipcios tuvieran la buena suerte de que sus nuevos generales reinantes resultaran ser como Augusto Pinochet de Chile”.
Afortunadamente, Chile no exportó únicamente las peores experiencias surgidas de la asonada militar. También ha servido como un modelo de cómo un pueblo desarmado puede, a través de la no violencia y una ardua campaña de desobediencia civil, conquistar el miedo y liquidar a una dictadura. Los alentadores movimientos de resistencia y en favor de la democracia que han brotado en todos los continentes durante estos últimos años prueban que el futuro no tiene que ser despiadado, que el 11 de septiembre chileno no marcó el final de la búsqueda de libertad y justicia social por la que murió Claudio Jimeno, que tal vez su sacrificio no fue enteramente en vano.
Y, sin embargo, no me puedo consolar. Cuarenta años más tarde todavía recuerdo su sonrisa de conejo cuando me dijo adiós en La Moneda aquella noche del 10 de septiembre de 1973.
Al día siguiente, ese martes desbordante de terror en Santiago, muchas cosas cambiaron para siempre, cambios políticos y económicos que alteraron a Chile y, se podría aventurar, también al mundo. Pero cuando contemplamos el pasado, lo que necesitamos recordar es que finalmente la historia la hacen y padecen seres humanos reales, hombres y mujeres que quedan penosamente afectados. La historia consiste de muchos Claudios y muchos Jimenos de nuestra especie, uno más uno más uno.
Esa es la historia irreparable, la que nos duele y conduele: no puede Claudio despertar, como lo hago yo cada mañana, al canto interminable de los pájaros.
Claudio Jimeno, el amigo que murió en mi lugar cuarenta años atrás, nunca ha de ver a sus nietos crecer, nunca podrá sonreírse cuando lo llamen Abuelo Conejo.
UNA VISION SOBRE LOS CAMBIOS QUE MARCO EN CHILE SU DICTADURA MAS FEROZ
Cuarenta años de exilios y desexilios. Miguel Rojas es un escritor y académico que se define como “un latinoamericano nacido en Chile”. Debió exiliarse en 1973. Aquí, recuerda a su país como Víctor Jara recordaba a Amanda, comenzando con una historia que “en cinco minutos quedó destrozada”. Sus impresiones.
El golpe nos mostró un Chile distinto. Un Chile en el que nunca hubiéramos creído si nos lo hubieran contado. Teníamos entonces una memoria democrática, aunque la veíamos amenazada: “Un golpe, sí, posible, pero no así”.
El avión lo alcancé un tiempo después, pero a tiempo. El 17 de noviembre salía de Chile rumbo a París, donde viví cerca de veinte años con pasaporte de las Naciones Unidas que, socarronamente, los exiliados llamábamos “bluyín”, por la tela de su encuadernación. Entonces volví. “Volver” fue el tango del exilio. Se equivocó Gardel, me dije cuando pisé la tierra del regreso, veinte años son muchos. Muchas cosas habían cambiado: el tono de la vida, la ciudad, el proyecto social... y paro de contar. ¿Cómo fue el antes y cómo y cuándo el después? El después está claro: comienza el 11 de septiembre de 1973. El antes es más complicado. Hay un antes, de antes de los mil días de la Unidad Popular y un antes durante.
Cuando se me plantea qué ha cambiado en Chile en estos cuarenta años, por cierto no puedo responder ni con objetividad ni con la experiencia de quien ha vivido desde entonces en el país y experimentado la historia en su día a día. Mi visión es subjetiva. Hablo desde impresiones que van del exilio al desexilio. Gran parte está basada en la memoria, sin olvidar que la memoria es engañosa. En realidad, memoria es lo que se decide recordar. Recuerdo a Chile como Víctor Jara recordaba a Amanda, comenzando con una historia que “en cinco minutos quedó destrozada”.
Así, voy a hilar recuerdos para compararlos con las impresiones del desexilio. Voy a hacer un tremendo esfuerzo para ser objetivo, pero que nadie me pida que sea neutral frente a la dictadura.
A mediados de la década de los sesenta me trasladé a Alemania, donde permanecí investigando y recorriendo Europa hasta comienzos del ’69. Volví con un proyecto cultural que se plasmó en la creación del Instituto de Arte latinoamericano, desde donde se creó el Museo de la Solidaridad. Probablemente a causa del paréntesis, visualizo dos imágenes de Chile, la de antes de la Unidad Popular y la de durante la Unidad Popular. El triunfo de la UP abrió, desde la izquierda, las puertas a la esperanza. Pero la lucha política se envenenó a causa de la “campaña del terror” que desencadenó la prensa opositora y los desbordes de determinados sectores de la izquierda. Vivimos situaciones que parecían escenificar la lucha de clases. Así lo entendió el propio Pinochet, que respondió a un periodista: “Aquí, señor, hemos suprimido la lucha de clases”.
Chile, antes de estos cuarenta años, era un país en el que había más pobreza, pero menos desigualdad. Un país en el que, pese a que siempre hubo una férrea estructura de clases, el cuerpo social no se encontraba escindido. En la Escuela de Derecho fui compañero de muchos futuros próceres políticos y económicos. Coincidimos en la Facultad con Ricardo Lagos y Anselmo Sule, figuras del radicalismo; con Osvaldo Letelier, socialista; Andrés Zaldívar, demócrata cristiano. Compañeros de graduación fueron Ricardo Claro, entonces muy lejos de ser un millonario con patrimonio de cuatro mil millones de dólares, y Margarita Labarca, que representaba la historia del Partido Comunista. Pese a las diferencias ideológicas, y sin perjuicio de discusiones y peleas en época de elecciones, todos vivíamos, cuando no en franca amistad, al menos en un civilizado compañerismo. Eso cambió ya en la época de la Unidad Popular; y, por cierto, en mucha mayor medida después del golpe, donde se escindió el cuerpo social y los opositores al régimen fueron perseguidos, asesinados y catalogados de antichilenos.
Ha cambiado la gente, se ha transformado la ciudad, pero sobre todo han cambiado los valores. Hemos transitado de una sociedad republicana con valores humanistas, a una sociedad de mercado con valores economicistas. Mi memoria urbana guarda la imagen de dos ciudades, Santiago y Valparaíso. En Santiago constaté el cambio. Desde un urbanismo de traza colonial, que tenía como centro la plaza, habíamos pasado a un urbanismo neoliberal que tiene sus centros en los malls. Han cambiado las calles y la toponimia no trae siempre buenos recuerdos. Hasta hace poco transitábamos por una avenida que conmemoraba el golpe. Han desaparecidos los cafés que animaban la vida nocturna. No soportaron el toque de queda. Ya no está El Bosco, café emblemático para la bohemia intelectual, en el que inclusive paraban los entierros de los habitués para ofrecerle al muerto su última copa. ¿Y Valparaíso? Ciudad hecha de escaleras y sueños, un balcón en el mar, con las chicas de piernas más lindas de Chile, de tanto subir y bajar graderías. Pancho, como le decían a la ciudad por la Iglesia San Francisco, faro de los navegantes. Era entonces, sin duda, el puerto con más magia del Pacífico Sur. Ciudad noctívaga con restaurantes que abrían a la una de la mañana y un bar mítico, el Roland, con un Libro de Recuerdos firmado por los más grandes escritores que habían acompañado a Neruda a escanciar la noche. Valparaíso, una ciudad llena de colores, había perdido el color. Constato con alegría que ahora parece recuperarlo. Cuando menciono el proyecto social, me refiero a dos servicios que son las grandes plataformas de la democracia: la educación y la salud. Sobre la educación ya los estudiantes han hablado. Ha cambiado catastróficamente. No puedo dejar de pensar que en las condiciones actuales yo no habría tenido los medios para ir a la universidad. El proyecto de educación neoliberal ha rentabilizado todo. En Chile ya no hay universidades públicas, hay universidades estatales, que no son un servicio público; funcionan con los mismos criterios mercantiles de la educación privada.
Cuarenta años de exilios y desexilios. Miguel Rojas es un escritor y académico que se define como “un latinoamericano nacido en Chile”. Debió exiliarse en 1973. Aquí, recuerda a su país como Víctor Jara recordaba a Amanda, comenzando con una historia que “en cinco minutos quedó destrozada”. Sus impresiones.
El golpe nos mostró un Chile distinto. Un Chile en el que nunca hubiéramos creído si nos lo hubieran contado. Teníamos entonces una memoria democrática, aunque la veíamos amenazada: “Un golpe, sí, posible, pero no así”.
El avión lo alcancé un tiempo después, pero a tiempo. El 17 de noviembre salía de Chile rumbo a París, donde viví cerca de veinte años con pasaporte de las Naciones Unidas que, socarronamente, los exiliados llamábamos “bluyín”, por la tela de su encuadernación. Entonces volví. “Volver” fue el tango del exilio. Se equivocó Gardel, me dije cuando pisé la tierra del regreso, veinte años son muchos. Muchas cosas habían cambiado: el tono de la vida, la ciudad, el proyecto social... y paro de contar. ¿Cómo fue el antes y cómo y cuándo el después? El después está claro: comienza el 11 de septiembre de 1973. El antes es más complicado. Hay un antes, de antes de los mil días de la Unidad Popular y un antes durante.
Cuando se me plantea qué ha cambiado en Chile en estos cuarenta años, por cierto no puedo responder ni con objetividad ni con la experiencia de quien ha vivido desde entonces en el país y experimentado la historia en su día a día. Mi visión es subjetiva. Hablo desde impresiones que van del exilio al desexilio. Gran parte está basada en la memoria, sin olvidar que la memoria es engañosa. En realidad, memoria es lo que se decide recordar. Recuerdo a Chile como Víctor Jara recordaba a Amanda, comenzando con una historia que “en cinco minutos quedó destrozada”.
Así, voy a hilar recuerdos para compararlos con las impresiones del desexilio. Voy a hacer un tremendo esfuerzo para ser objetivo, pero que nadie me pida que sea neutral frente a la dictadura.
A mediados de la década de los sesenta me trasladé a Alemania, donde permanecí investigando y recorriendo Europa hasta comienzos del ’69. Volví con un proyecto cultural que se plasmó en la creación del Instituto de Arte latinoamericano, desde donde se creó el Museo de la Solidaridad. Probablemente a causa del paréntesis, visualizo dos imágenes de Chile, la de antes de la Unidad Popular y la de durante la Unidad Popular. El triunfo de la UP abrió, desde la izquierda, las puertas a la esperanza. Pero la lucha política se envenenó a causa de la “campaña del terror” que desencadenó la prensa opositora y los desbordes de determinados sectores de la izquierda. Vivimos situaciones que parecían escenificar la lucha de clases. Así lo entendió el propio Pinochet, que respondió a un periodista: “Aquí, señor, hemos suprimido la lucha de clases”.
Chile, antes de estos cuarenta años, era un país en el que había más pobreza, pero menos desigualdad. Un país en el que, pese a que siempre hubo una férrea estructura de clases, el cuerpo social no se encontraba escindido. En la Escuela de Derecho fui compañero de muchos futuros próceres políticos y económicos. Coincidimos en la Facultad con Ricardo Lagos y Anselmo Sule, figuras del radicalismo; con Osvaldo Letelier, socialista; Andrés Zaldívar, demócrata cristiano. Compañeros de graduación fueron Ricardo Claro, entonces muy lejos de ser un millonario con patrimonio de cuatro mil millones de dólares, y Margarita Labarca, que representaba la historia del Partido Comunista. Pese a las diferencias ideológicas, y sin perjuicio de discusiones y peleas en época de elecciones, todos vivíamos, cuando no en franca amistad, al menos en un civilizado compañerismo. Eso cambió ya en la época de la Unidad Popular; y, por cierto, en mucha mayor medida después del golpe, donde se escindió el cuerpo social y los opositores al régimen fueron perseguidos, asesinados y catalogados de antichilenos.
Ha cambiado la gente, se ha transformado la ciudad, pero sobre todo han cambiado los valores. Hemos transitado de una sociedad republicana con valores humanistas, a una sociedad de mercado con valores economicistas. Mi memoria urbana guarda la imagen de dos ciudades, Santiago y Valparaíso. En Santiago constaté el cambio. Desde un urbanismo de traza colonial, que tenía como centro la plaza, habíamos pasado a un urbanismo neoliberal que tiene sus centros en los malls. Han cambiado las calles y la toponimia no trae siempre buenos recuerdos. Hasta hace poco transitábamos por una avenida que conmemoraba el golpe. Han desaparecidos los cafés que animaban la vida nocturna. No soportaron el toque de queda. Ya no está El Bosco, café emblemático para la bohemia intelectual, en el que inclusive paraban los entierros de los habitués para ofrecerle al muerto su última copa. ¿Y Valparaíso? Ciudad hecha de escaleras y sueños, un balcón en el mar, con las chicas de piernas más lindas de Chile, de tanto subir y bajar graderías. Pancho, como le decían a la ciudad por la Iglesia San Francisco, faro de los navegantes. Era entonces, sin duda, el puerto con más magia del Pacífico Sur. Ciudad noctívaga con restaurantes que abrían a la una de la mañana y un bar mítico, el Roland, con un Libro de Recuerdos firmado por los más grandes escritores que habían acompañado a Neruda a escanciar la noche. Valparaíso, una ciudad llena de colores, había perdido el color. Constato con alegría que ahora parece recuperarlo. Cuando menciono el proyecto social, me refiero a dos servicios que son las grandes plataformas de la democracia: la educación y la salud. Sobre la educación ya los estudiantes han hablado. Ha cambiado catastróficamente. No puedo dejar de pensar que en las condiciones actuales yo no habría tenido los medios para ir a la universidad. El proyecto de educación neoliberal ha rentabilizado todo. En Chile ya no hay universidades públicas, hay universidades estatales, que no son un servicio público; funcionan con los mismos criterios mercantiles de la educación privada.
El tema de la salud para mí se revela en una anécdota que me dice todo. A fines de los ’80 recibí una llamada urgente que me comunicaba que mi madre había tenido un derrame cerebral y que ningún hospital la recibía si no se firmaba un cheque en blanco. Conseguí un amigo que lo hiciera y partí en el primer avión. Encontré a mi madre llena de tubos. A su lado escuché a un enfermo que decía a su esposa: “Has vendido el auto para pagar la clínica, no vayas a vender la casa, porque tú y los niños van a quedar en la calle y yo me voy a morir de todas maneras”.
POR: Nicolás Rojas Scherer. Sur en América latina - SUR.INFONEWS.COM
Oscar R. González - Socialistas para la Victoria. Secretario de Relaciones Parlamentarias del gobierno nacional. pAGINA12.COM.AR
Ariel Dorfman - Escritor chileno. Su último libro es Entre sueños y traidores: un striptease del exilio. PAGINA12.COM.AR
Mercedes López San Miguel - PAGINA12.COM.AR
Por Miguel Rojas - Escritor, historiador, filósofo. Publicado en Le Monde Diplomatique, edición chilena. PAGINA12.COM.AR
FOTOGRAFÌAS: WEB
ARREGLOS: ALBERTO CARRERA
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