El origen de los malos, malísimos.¿Nacen o se hacen?
El fisiólogo Marcelini Cereijido asegura que hay un componente innato: todos podemos ser hijos de puta. Responden y opinan sus colegas de diversas disciplinas.
El fisiólogo Marcelini Cereijido asegura que hay un componente innato: todos podemos ser hijos de puta. Responden y opinan sus colegas de diversas disciplinas.
En la novela Mazurca para dos muertos, Camilo José Cela pone en boca de Raimundo, “el de los Casandulfes”, el detalle de las nueve señales del hijo de puta que se convirtieron en identificadores universales de tipos malos, malísimos: “pelo ralo; frente buida (puntiaguda); cara pálida; barba por parroquias; manos blandas, húmedas y frías; mirar esquivo; voz de flauta; pijo flácido y doméstico, y avaricia”. Sin embargo, hay muchos merecedores del epíteto –el mayor insulto posible en la mayoría de las lenguas actuales– que no responden a esa descripción y van por la vida con cabello abundante, piel bronceada y voz grave. Semejante diversidad obliga a preguntarse qué determina a un hijo de puta. Marcelino Cereijido, fisiólogo celular y molecular argentino radicado en México, se metió de lleno en esa duda existencial y salió con una certeza: la biología. Eso propone en su libro, recientemente editado por Tusquets, Hacia una teoría general sobre los hijos de puta. Un acercamiento científico a los orígenes de la maldad, que se perfila como disparador de un debate apasionante, en el que juegan múltiples conceptos y factores.
La primera aclaración, imprescindible, es que al científico –de 79 años, profesor emérito del Centro de Investigaciones y Estudios Avanzados del Instituto Politécnico Nacional, en México– no le quita el sueño discutir sobre una definición acabada y generalizada de “hijo de puta”, ya que, dice, sus colegas “ni siquiera lograron un acuerdo acerca de qué es una especie. Es terrible ver que, hasta ahora, la hijoputez estuvo en manos de gente que se entretiene buscando definirla, y no se fija que la está limitando al campo de lo consciente y, peor, lo racional, y hasta llega a aplicarle definiciones inanes”.
Por eso, parte de que un “hijo de puta es aquel que perjudica en forma grave a un tercero” para avanzar en su ensayo, y sostiene que, así como el sueño o la necesidad de alimentarse, causar mal a otro no obedece sólo a una cuestión cultural o psicológica sino que, además, responde a una condición biológica. Para los investigadores, explica, cuando una característica se repite en una especie independientemente del entorno, es porque tiene una raíz biológica.
La primera aclaración, imprescindible, es que al científico –de 79 años, profesor emérito del Centro de Investigaciones y Estudios Avanzados del Instituto Politécnico Nacional, en México– no le quita el sueño discutir sobre una definición acabada y generalizada de “hijo de puta”, ya que, dice, sus colegas “ni siquiera lograron un acuerdo acerca de qué es una especie. Es terrible ver que, hasta ahora, la hijoputez estuvo en manos de gente que se entretiene buscando definirla, y no se fija que la está limitando al campo de lo consciente y, peor, lo racional, y hasta llega a aplicarle definiciones inanes”.
Por eso, parte de que un “hijo de puta es aquel que perjudica en forma grave a un tercero” para avanzar en su ensayo, y sostiene que, así como el sueño o la necesidad de alimentarse, causar mal a otro no obedece sólo a una cuestión cultural o psicológica sino que, además, responde a una condición biológica. Para los investigadores, explica, cuando una característica se repite en una especie independientemente del entorno, es porque tiene una raíz biológica.
“Touché –admite Diego Golombek, biólogo y responsable del laboratorio de cronobiología de la Universidad de Quilmes–. Varios estudios de personas con lesiones cerebrales afirman que ciertas áreas del cerebro están ligadas a la moral y las buenas costumbres. Por ejemplo, el ferroviario Phineas Gage, que sobrevivió milagrosamente a que una barra de hierro le traspasara el bocho, pero pasó de ser un buen parroquiano a convertirse en un tarambana amigo del juego y otros vicios. Hay una especie de barrera moral cerebral que cuida nuestros actos, y a veces falla de la manera más calamitosa”.
No hay duda de que hijos de puta hay aquí y en Kamchatka, sin olvidar los puntos intermedios, pero el caso que cuenta Golombek es hasta ahora un indicio. La ciencia todavía no ha demostrado cabalmente la relación de la maldad con la biología, tal como hizo con la generosidad o el altruismo, virtudes vinculadas a los genes.
Para Marcelo Rubinstein, investigador del Conicet y profesor adjunto de Fisiología, Biología Molecular y Celular de la UBA, el hijoputismo es “un tema curioso, para debatir ampliamente”. Sin haber leído a Cereijido, considera que “el término hijo de puta, debido a su valoración subjetiva, no tiene nada que se le parezca a una entidad de índole académica, médica o biológica. Por supuesto que las conductas y las personalidades tienen un fundamento biológico, no podemos explicar nuestra esencia a través del alma. Pero eso no debe tomarse como genético. Aunque tiene incidencia, es importante el componente ambiental y la historia de alegrías, logros, frustraciones, violencias, postergaciones, acumuladas por cada persona. Rescato la frase de Sartre: ‘Cada hombre (o mujer) es lo que hace con lo que hicieron de él’. Creo más en la experiencia individual, que lleva a alguien a transformarse en un hijo de puta, que en su componente biológico”.
Más allá de los ejemplos universales e históricos (Hitler, Videla o el machismo que se justifica en razones culturales, como la ablación de clítoris entre los musulmanes o el vendado de pies femeninos entre los chinos), Cereijido –autor de La madre de todos los desastres; La muerte y sus ventajas; La ciencia como calamidad, y Ciencia sin seso, locura doble, entre otros títulos– se detiene en “la hijoputez hormiga”, la cotidiana, la del policía que detiene a un heladero hasta que se le derriten los helados o la del grandote que le pincha el globo a un niño, ejemplos de que todos tenemos un componente de maldad que puede aflorar en cualquier momento.
“La hijoputez es una posibilidad del ser humano –consideró el psicoanalista Enrique Carpintero–; la perspectiva clásica afirma que el ser humano es bueno por naturaleza y que la estructura social o cultural lo transforman en malo. Freud plantea que las personas tienen condiciones que lo pueden llevar hacia la maldad o hacia la bondad. De aquel Mal puesto en un ser ajeno, Diablo o similar, a este mal que está en nosotros y juega con el bien permanentemente”. El director de la revista Topía ejemplifica con un hecho contado por Cereijido en su libro: un experimento con estudiantes que, en la medida que se dejan ganar por las circunstancias y el mensaje de un líder, llegan a torturar a sus compañeros con modernas picanas.
¿Por qué no hubo una negación a continuar con ese experimento? Según Cereijido –Premio Internacional de Ciencias Bernardo A. Houssay (1993), otorgado por la OEA–, porque “todos tenemos un Doppelgänger que nos tiene a su cargo incluso mientras dormimos. Si advierte que tenemos frío toma el borde de la manta y lo sube, o nos despierta para que no nos orinemos encima. Es tan poderoso que puede dejarnos secos de un infarto antes de que sigamos torturando a un semejante, pero no lo hace”.
Doppelgänger es un término alemán que podría traducirse como las dos caras de una moneda. Pero el fisiólogo lo usa en otro sentido. “Es una de las ideas más interesantes de Cereijido –comenta Golombek–. Muchas, si no todas, de las funciones vitales, que lata el corazón, que respiremos, que se secreten hormonas, están fuera del control consciente. Lo cual invita a pensar que la evolución seleccionó a los individuos con control autonómico de estas funciones, el Doppelgänger cereijidiano, como ‘si no hubiera confiado’ en que esos ñatos se iban a acordar de respirar y otras obviedades”.
Podría decirse, entonces, que ese control falla en algunas personas, aunque selectivamente. Claro que también son irremediablemente malditos, o no, según quién o cómo los mire. Por ejemplo: difícilmente los contemporáneos de los colonizadores los vieran como hijos de puta y consideraran a San Martín un héroe.
Y si el héroe de aquí es el hijo de puta de allá, ¿no va en contra de la idea de hijoputez biológica? “Es el dilema que plantean los sociólogos y filósofos de escritorio –se enoja Cereijido–. Hay situaciones que me preocupan en serio. Según la Unesco se necesitan dos dólares diarios para mantener vivo a un ser humano, pero mientras muchos mueren de hambre, otros como Bill Gates, Buffett o Carlos Slim, ganan un par de millones diarios. Una humanidad que puede diseñar cohetes sofisticados para que tomen fotos a los anillos de Saturno, ¿no es capaz de desarrollar una economía que acabe con esa barbaridad y un código legal que señale que eso es asesinato masivo?”.
El investigador no es el único en abordar los orígenes de la maldad. El filósofo belga Pierre de Roo, autor de ¿Adónde va la verdad? Artimaña, violencia y filosofía (Waldhuter Editores), bucea en cómo se usa la razón para justificar la violencia. La artimaña, para De Roo, consiste en hacer pasar la verdad por lo que no es, ya que da sentido a las preguntas sobre la vida, la muerte, la felicidad, etc., y al mismo tiempo justifica el crimen en nombre de una idea. La facultad de urdirlas, dice el belga, tiene sus raíces evolutivas en la capacidad cognitiva y sería congénita a la inteligencia.
De todas maneras, Cereijido admite que “un soldado asesino de hoy pudo ser un pacífico carpintero ayer. De pronto estalla una guerra entre serbios y croatas, y se matan, incendian, torturan, castran, violan… ¿Dónde estaban esas bestias antes de la guerra? Eran sastres, peluqueros, mozos de restaurante. Lo que les encendió la hijoputez fueron las circunstancias”.
Entonces, ¿se cura el hijoputismo? “No –responde Carpintero–, porque no es una patología. Se puede curar a las personas que por su historia personal desarrollan perversidad, aunque no es fácil. No existe el día sin la noche, las dos son válidas. No hay proceso creativo que no destruya algo, el problema no es que la destrucción desaparezca sino al servicio de qué se pone”.
Biológica, cultural, o mixta, la hijoputez causó, a lo largo de la historia, más daño que muchas enfermedades. Y lo peor es que continúa reinando en sociedades que no la cuestionan a pesar de vivirla a diario, en los colectiveros que no abren la puerta a sus pasajeros aunque estén a medio metro de la parada, en los automovilistas que arrojan sus autos sobre los transeúntes para ganar unos segundos o en los bancarios que demoran tres horas a los ancianos necesitados de su jubilación, entre miles de ejemplos posibles. Por eso Cereijido asegura que su esperanza de salvación, y posiblemente la de la humanidad, es el amor, entendido como un bien social y cultural.
¿Por qué no hubo una negación a continuar con ese experimento? Según Cereijido –Premio Internacional de Ciencias Bernardo A. Houssay (1993), otorgado por la OEA–, porque “todos tenemos un Doppelgänger que nos tiene a su cargo incluso mientras dormimos. Si advierte que tenemos frío toma el borde de la manta y lo sube, o nos despierta para que no nos orinemos encima. Es tan poderoso que puede dejarnos secos de un infarto antes de que sigamos torturando a un semejante, pero no lo hace”.
Doppelgänger es un término alemán que podría traducirse como las dos caras de una moneda. Pero el fisiólogo lo usa en otro sentido. “Es una de las ideas más interesantes de Cereijido –comenta Golombek–. Muchas, si no todas, de las funciones vitales, que lata el corazón, que respiremos, que se secreten hormonas, están fuera del control consciente. Lo cual invita a pensar que la evolución seleccionó a los individuos con control autonómico de estas funciones, el Doppelgänger cereijidiano, como ‘si no hubiera confiado’ en que esos ñatos se iban a acordar de respirar y otras obviedades”.
Podría decirse, entonces, que ese control falla en algunas personas, aunque selectivamente. Claro que también son irremediablemente malditos, o no, según quién o cómo los mire. Por ejemplo: difícilmente los contemporáneos de los colonizadores los vieran como hijos de puta y consideraran a San Martín un héroe.
Y si el héroe de aquí es el hijo de puta de allá, ¿no va en contra de la idea de hijoputez biológica? “Es el dilema que plantean los sociólogos y filósofos de escritorio –se enoja Cereijido–. Hay situaciones que me preocupan en serio. Según la Unesco se necesitan dos dólares diarios para mantener vivo a un ser humano, pero mientras muchos mueren de hambre, otros como Bill Gates, Buffett o Carlos Slim, ganan un par de millones diarios. Una humanidad que puede diseñar cohetes sofisticados para que tomen fotos a los anillos de Saturno, ¿no es capaz de desarrollar una economía que acabe con esa barbaridad y un código legal que señale que eso es asesinato masivo?”.
El investigador no es el único en abordar los orígenes de la maldad. El filósofo belga Pierre de Roo, autor de ¿Adónde va la verdad? Artimaña, violencia y filosofía (Waldhuter Editores), bucea en cómo se usa la razón para justificar la violencia. La artimaña, para De Roo, consiste en hacer pasar la verdad por lo que no es, ya que da sentido a las preguntas sobre la vida, la muerte, la felicidad, etc., y al mismo tiempo justifica el crimen en nombre de una idea. La facultad de urdirlas, dice el belga, tiene sus raíces evolutivas en la capacidad cognitiva y sería congénita a la inteligencia.
De todas maneras, Cereijido admite que “un soldado asesino de hoy pudo ser un pacífico carpintero ayer. De pronto estalla una guerra entre serbios y croatas, y se matan, incendian, torturan, castran, violan… ¿Dónde estaban esas bestias antes de la guerra? Eran sastres, peluqueros, mozos de restaurante. Lo que les encendió la hijoputez fueron las circunstancias”.
Entonces, ¿se cura el hijoputismo? “No –responde Carpintero–, porque no es una patología. Se puede curar a las personas que por su historia personal desarrollan perversidad, aunque no es fácil. No existe el día sin la noche, las dos son válidas. No hay proceso creativo que no destruya algo, el problema no es que la destrucción desaparezca sino al servicio de qué se pone”.
Biológica, cultural, o mixta, la hijoputez causó, a lo largo de la historia, más daño que muchas enfermedades. Y lo peor es que continúa reinando en sociedades que no la cuestionan a pesar de vivirla a diario, en los colectiveros que no abren la puerta a sus pasajeros aunque estén a medio metro de la parada, en los automovilistas que arrojan sus autos sobre los transeúntes para ganar unos segundos o en los bancarios que demoran tres horas a los ancianos necesitados de su jubilación, entre miles de ejemplos posibles. Por eso Cereijido asegura que su esperanza de salvación, y posiblemente la de la humanidad, es el amor, entendido como un bien social y cultural.
En el podio
Videla, Jorge Rafael (1925). Presidente de facto de la Argentina entre 1976 y 1981. Fue juzgado y condenado a prisión perpetua y destitución del grado militar por numerosos crímenes de lesa humanidad cometidos durante su gobierno. En abril de 2012 admitió: “Pongamos que eran siete mil u ocho mil las personas que debían morir para ganar la guerra contra la subversión; no podíamos fusilarlas (…). Para no provocar protestas dentro y fuera del país, sobre la marcha se llegó a la decisión de que esa gente desapareciera”.
Rasputín, Grigori Yefímovich (1869-1916). Místico ruso también conocido como “el Monje Loco”. Su actividad en la corte zarista marcó el fin de ese régimen. Predijo que ningún pariente de su asesino viviría más de dos años. Murió en 1916 a manos de la familia Romanov; un año después, durante la Revolución Rusa, murieron todos los descendientes.
Frederick II, emperador del Sacro Imperio Romano (1194-1250). Para descubrir el idioma de Adán, mantuvo aislados a decenas de bebés, al cuidado de nodrizas que tenían prohibido hablar entre ellas y con los niños, o acariciarlos. Los bebés murieron antes de hablar.
Hitler, Adolf (1889-1945). Ideólogo del Partido Nacionalsocialista Alemán. Sus acciones determinaron la Segunda Guerra Mundial. Responsable del Holocausto: ordenó asesinar a 17 millones de personas, incluyendo seis millones de judíos y más de un millón de gitanos.
Leopoldo II, de Bélgica (1835-1909). Propietario del Estado Libre del Congo, concesión otorgada por los 14 países firmantes de la Conferencia de Berlín de 1884/1885. Se estima que murieron entre cinco y quince millones de congoleños durante su reinado, a raíz de la viruela (cuya diseminación favoreció con el traslado de cientos de personas), la fiebre amarilla, inanición y fusilamientos.
Robledo Puch, Carlos Eduardo (1952). Asesino múltiple apodado “El Ángel Negro”. Condenado a cadena perpetua en 1980 por once homicidios, una tentativa de homicidio, diecisiete robos, una violación, una tentativa de violación, un abuso deshonesto, dos raptos y dos hurtos. Antes de abandonar la Sala 1ª de la Cámara de Apelaciones de San Isidro, que lo juzgó, dijo: “Esto fue un circo romano. Algún día voy a salir y los voy a matar a todos”.
Opinión
Lo que supimos conseguir
Por Diego Golombek / Biólogo, investigador del Conicet
Y (Pirincho) Cereijido lo hizo de nuevo. Luego de mostrarnos cómo era ver al maestro Houssay desde su nuca, o las diferencias entre ciencia e investigación, ahora se mete con uno de los temazos de la biología desde su mayoría de edad: la pelea entre lo que traemos de fábrica (la naturaleza) y el ambiente (la cultura). Por si fuera poco, se ocupa de uno de los caracteres que, al parecer, nos define como humanos: ser hijos de puta.
Nos cuestan algunos de sus argumentos, pero no cabe duda de que es un texto brillante, casi una introducción a la evolución humana con todo lo que eso trae aparejado. Cereijido avanza en la pregunta ¿qué somos? ¿Un puñado de genes egoístas (y, según la tesis, bastante hijos de puta), que cablean un cerebro a imagen y semejanza, o una serie de casualidades, historias, anécdotas, amigos, padres y dietas varias? En el medio, un sinfín de combinaciones y posibilidades; ahí, justamente, estamos nosotros, con todo lo bueno e hijo de puta que supimos conseguir.
Opinión
Originaria, pero no innata
Por Enrique Carpintero
Psicoanalista, director de la revista Topía
Después de Auschwitz decir que el ser humano es bueno es absurdo. Pero decir que la maldad tendría origen biológico es, al menos, una afirmación polémica. Si bien en la actualidad hay una ideología para fundamentar todo desde esa disciplina, la maldad no obedece a cuestiones estrictamente biológicas.
El niño nace en un mundo de incertidumbres, de orden psíquico, donde juegan el narcisismo, la angustia primaria, vivir el exterior como enemigo… todo eso lleva a un odio primario. Con el tiempo, el sentimiento evoluciona, pero sigue estando y ante una crisis, se pone en juego. Aparece ese odio, la maldad hacia el otro, la perversión de negarlo como ser humano, condición necesaria para maltratarlo.
Para Freud, el ser humano tiene una maldad originaria, pero no innata: tiene condiciones que lo pueden llevar a la maldad o a la bondad. El camino dependerá de factores personales, familiares y sociales.
(Testimonio recogido telefónicamente)
POR: Raquel Roberti. VEINTITRES.COM
ARREGLOS: ALBERTO CARRERA
1 comentario:
hola, me encanta tu blog, sólo tengo una duda, las fotos son todas tuyas? como le pones la dirección de tu blog a todas, pensé que si ^^
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